5 dic 2009

La perfección

Pulidos y suavizados hasta ser uno

Por: Robert J. Ross

Como capellán voluntario del turno noche, observaba a un médico de emergencias mientras cerraba el último de muchos puntos que unían la carne de lo que había sido un inmenso orificio. Enderezó la espalda y con sus ojos aún concentrados en la herida que acababa de cerrar musitó, como diciéndose a sí mismo: “Perfecto; está perfecto”. Más tarde pensé: ¿Qué quiso decir? ¿Se refería a los puntos o a que quedó cerrada la herida? ¿Se refería a su trabajo o a todo lo mencionado?

El Sermón del Monte de Jesús cubre tres capítulos de la Biblia (Mat. 5–7). En su primera parte, habla de la actitud de contentamiento que deberíamos desarrollar más allá de las circunstancias. A esta sección la denominamos de “las bienaventuranzas”. Cristo dirige su atención a nuestras motivaciones detrás de lo que hacemos. Lo que realmente cuenta son los motivos y actitudes que impulsan nuestras acciones. A mitad de su sermón, realiza esta inquietante declaración: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto” (Mat. 5: 48).1

¿Qué quiere decir “perfecto”?


En la Biblia, el término es expresado de muchas maneras. Perfecto puede significar intachable, leal, completo, maduro, entendido, paciente, amante y seguidor de Cristo. El término describe cosas como la ley de la libertad (Sant. 1:25), los sacrificios (Lev. 22:21) o la voluntad de Dios (Rom. 12:2). La perfección suele estar relacionada con la acción. La iglesia de Sardis es amonestada porque Cristo halló que sus obras aún no eran perfectas (véase Apoc. 3:2). Al joven rico, Jesús le aconseja: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes […] y […] sígueme (Mat. 19:21).

Ante usos tan diversos, ¿qué significa entonces ser “perfecto”? Es decir, ¿cuán blanco tiene que ser el blanco para alcanzar la blancura total? La cita de Elena White que dice: “Así como Dios es perfecto en su esfera, hemos de serlo nosotros en la nuestra”,1 nos muestra que existen dos niveles de perfección: la divina y la humana.

La experiencia de la salvación

Con amor y misericordia infinitos Dios
hizo que Cristo, que no conoció pecado,
fuera hecho pecado por nosotros, para
que nosotros pudiésemos ser hechos
justicia de Dios en él. Guiados por el
Espíritu Santo sentimos nuestra
necesidad, reconocemos nuestra
pecaminosidad, nos arrepentimos
de nuestras transgresiones y ejercemos fe
en Jesús como Cristo y Señor, como
Sustituto y Ejemplo. Esta fe de salvación
nos llega por medio del poder divino de la
Palabra y es un don de la gracia de Dios.
Mediante Cristo somos justificados, adoptados
como hijos e hijas de Dios y librados del señorío
del pecado. Por medio del Espíritu nacemos
de nuevo y somos santificados; el Espíritu
renueva nuestras mentes, graba la ley de
amor de Dios en nuestros corazones y nos
da poder para vivir una vida santa. Al
permanecer en él somos participantes de
la naturaleza divina y tenemos la seguridad
de la salvación ahora y en ocasión del juicio

(2 Cor. 5:17-21; Juan 3:16; Gál. 1:4; 4:4-7;
Tito 3:3-7; Juan 16:8; Gál. 3:13, 14;
1 Ped. 2:21, 22; Rom. 10:17; Luc. 17:5;
Mar. 9:23, 24; Efe. 2:5-10; Rom. 3:21-26;
Col. 1:13, 14; Rom. 8:14-17; Gál. 3:26;
Juan 3:3-8; 1 Ped. 1:23; Rom. 12:2;
Heb. 8:7-12; Eze. 36:25-27; 2 Ped. 1:3, 4;
Rom. 8:1-4; 5:6-10).

Sabemos con certeza que Dios es perfecto en su esfera. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta” (Deut. 32:4). También sabemos que Jesús es perfecto: “Habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eternal salvación” (Heb. 5:9). Reconocemos que, por cierto, nosotros no somos perfectos, porque a los ojos de Dios, “nuestras justicias como trapos de inmundicia” (Isa. 64:6). Entonces, ¿a qué “perfección” hemos de aspirar? Jesús nos da la pauta en la oración intercesora de Juan 17:23: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad”. La perfección, entonces, posee dos niveles: la unidad perfecta de Dios con la Trinidad y la unidad perfecta de los humanos con Cristo.

Perfección objetiva: La unidad perfecta de Dios


Solo la divinidad puede aducir unidad perfecta. Es la perfección más acabada. Aunque el Hijo de Dios se revistió de frágil humanidad y fue tentado en su momento de mayor debilidad, Satanás no logró separarlo ni un ápice de su Padre. Solo la divinidad puede transformar piedras en pan. Mediante la obediencia a su Padre, Jesús se negó a usar su divinidad independientemente de su Padre. “En Cristo, la divinidad y la humanidad se combinaron. La divinidad no descendió al nivel de la humanidad; la humanidad conservó su lugar, pero la humanidad, al estar unida a la divinidad, soportó la durísima prueba de la tentación en el desierto”.2 “Él […] sufrió siendo tentado”, sufrió en proporción a la perfección de su santidad. Pero el príncipe de las tinieblas no encontró nada en él; ni un solo pensamiento o sentimiento respondía a la tentación”.3 La unidad perfecta de Jesús con su Padre lo motivó a resistir todas las tentaciones.

Perfección subjetiva: Nuestra unidad con Cristo

Me gusta cómo describe Elena White nuestra necesidad de expiación. “El hombre no podía expiar la culpa del hombre. Su condición pecaminosa y caída hacía de él una ofrenda imperfecta, un sacrificio expiatorio de menor valor que Adán antes de su caída. Dios hizo al hombre perfecto y recto, y después de su transgresión no podía haber un sacrificio expiatorio aceptable a Dios en su favor, a menos que la ofrenda hecha fuera de un valor superior al del hombre en su estado de perfección e inocencia”.4

La actitud pura de Cristo motivó una obediencia absoluta que resultó en una unidad completa con el Padre. Esa es la verdadera perfección. Es esa perfección imputada que llega a ser el único medio para nuestra salvación. “Este sacrificio fue ofrecido con el propósito de restaurar al hombre a su perfección original; más que ello, […] brindarle una completa transformación del carácter”.5

La justicia impartida de Cristo es la obra que realiza en nosotros para transformarnos a su imagen, en unidad con él. Eso es ser perfectos en nuestra esfera. Significa ser perfectamente uno con él. Nuestras actitudes cambian, lo que nos motiva a ser obedientes para reflejarlo de manera plena. La imagen que creó originalmente en nosotros se refleja en nuestra unidad con él (véase Heb. 5:8, 9)y no requiere que nos despojemos por nosotros mismos del mal, porque ello dejaría un gran vacío. Por el contrario, implica que nos llenemos todo lo posible de Cristo, rechazando lo que opaca su gloria. Al contemplarlo, llegamos a ser como él y somos transformados para su gloria. No solo seremos su imagen sino también seremos uno con él.

Unión perfecta


Hace poco los científicos descubrieron una forma de fabricar la primera superficie de vidrio absolutamente plana y pulida. Es tan suave y lisa que cuando dos de estas gruesas láminas de vidrio son colocadas una sobre la otra y desplazan todo el aire, la conexión entre las moléculas llega a ser tal que es casi imposible separarlas. Son verdaderamente una. La unidad perfecta de Jesús con el Padre, por medio de su obediencia aquí en la tierra, llega a ser nuestro manto de (su) justicia imputada por toda la eternidad. La justicia que anhela impartirnos es la unidad perfecta que podemos tener por medio de la conducción de su Espíritu. La obediencia motivada por un amor genuino permite que cada día Cristo nos vaya puliendo hasta que lleguemos a ser uno con él, de manera que ya nada pueda interponerse entre él y nosotros.

Creo que esta imagen capta algo de lo quiso decir ese médico de emergencias cuando dio por concluida su tarea. La herida estaba cerrada. La carne había vuelto a su lugar. No había más separación. No había más sangre. Podía comenzar el proceso de curación y probablemente no quedaría ni una cicatriz. Lo que se dice, perfecto.

1
Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 8, p. 64.

2Elena White, Review and Herald, 18 de febrero de 1890.
3Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 5, p. 398.
4Elena White, The Spirit of Prophecy, t. 2, p. 9.
5Elena White, Manuscrito 49, 1898.

Fuente: Spanish Adventist World. Diciembre 2009

¡Qué hemos hecho!

Hablemos de Jesús y de lo que hizo por nosotros

Por:

Nuestra imagen mental de Jesús suele inclinarse hacia su lado humano. Después de todo, fue un hombre. Hemos visto miles de imágenes de Jesús creadas por los artistas: lo hemos visto jugando con los niños, hablando con los médicos, o mirando a la “cámara” o al horizonte.
Pero los que documentaron su ministerio terrenal en los Evangelios también dejaron en claro que en el Jesús humano que caminó entre nosotros caminó también Dios en la carne. La divinidad de Jesús es producto de conceptos extraordinarios que nos dejan atónitos. Nos trasladan al comienzo del mundo, cuando “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Gén. 1:1).* ¿No requiere la divinidad de Jesús que él también haya tomado parte en dar existencia a este planeta?

Sin duda que sí. Pablo proclama enfáticamente que Jesús, “siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse” (Fil. 2:6). Juan también afirmó que “era Dios” y que “por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir” (Juan 1:1-3).
Esto incluye todo el universo. Imaginemos entonces leer el Génesis de la siguiente manera: “Jesús, en el principio, creó los cielos y la tierra”. Y “Jesús también hizo las estrellas” (véase Gén. 1:16).1

Esta idea transforma nuestra imagen del bebé que nació de María, del único Dios-hombre. Aun así, los apóstoles expresan la verdad ineludible de que el que creó el universo, incluyendo nuestro planeta y sus habitantes, sufrió y murió en una cruz en las afueras de Jerusalén para salvarnos de nuestros pecados.2
¡Qué sacrificio! ¡Qué amor! Nos pone de rodillas en completa humillación por lo que hemos hecho.

Lo que él hizo


Regresemos a la idea de la creación y pensemos que Jesús creó todo el universo, para mirar más de cerca sus maravillosas obras. A fin de entender este concepto, usemos uno de los ardides de la ciencia ficción. Imaginemos que somos astronautas y que tenemos el privilegio de explorar el universo creado por Jesús.
Nuestro trasbordador espacial ingresa a la órbita de la tierra, y pronto somos transferidos a una nave estelar para emprender una travesía intergaláctica. Una vez a bordo, nos reclinamos en cómodos asientos y pronto partimos a la velocidad de la luz (18 millones de kilómetros por minuto).

A esta fantástica velocidad pasamos el sol en menos de nueve minutos y Plutón en solo cinco horas y media. Continuamos por el espacio, y tenemos que viajar cuatro años y medio para pasar junto a Alfa Centauro, la estrella más cercana. Sin embargo, pasarían otros cien mil años antes de atravesar la Vía Láctea, y otros dos millones de años antes de siquiera acercarnos a la gran galaxia de Andrómeda, que se sabe tiene cien mil millones de soles. Pero solo habríamos comenzado, porque más allá de Andrómeda se encuentran al menos otros dos mil millones de galaxias, y cada una contiene miles de millones de soles.

Y, según las Escrituras, el que conocemos como Jesús de Nazaret creó todos estos vastos sistemas.
No es de asombrar que el salmista exclamara: “Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ¿Qué es el hombre, […] para que lo tomes en cuenta?” (Sal. 8:3, 4).
¿Por qué el Creador de todos esos magníficos sistemas solares se interesaría en una raza de micro rebeldes humanos que viven en una mota de polvo llamada Tierra, en un extremo remoto del universo? La Biblia dice: es por AMOR, un amor divino que es más vasto pero más específico que lo que nuestras mentes finitas pueden entender.

Miríadas de gigantescos soles,
Por el vacío sin nombre, su órbita trazan,
Por senderos que solo conoce el Omnisciente.
¡Esplendor indescriptible!
Cada masa de fuego aclama con voz inaudible:
“Dios me creó”.

En el mínimo orbe declara el ser humano:
“¡No hay Dios!”

Pero ese Dios, que afirman que no existe,
Bajó a este mundo desahuciado,
Y MURIÓ por mí. 3

¡Lo que nosotros hicimos!


Acaso la idea más asombrosa es el hecho que Dios haya creado el planeta sabiendo en todo momento que la raza humana eventualmente le quitaría la vida.4 La naturaleza egoísta del ser humano revela con claridad cuán grande es nuestra responsabilidad. De hecho, cada vez que actuamos en forma descomedida con los animales o un ser humano, mostramos a Dios que, de estar en lugar de Adán, también hubiéramos tomado parte en su rebelión abierta contra el Creador.5

Para entender esta terrible verdad, retrocedamos en el tiempo, una vez más en la imaginación, a tres lugares: el Edén, el Getsemaní y el Gólgota. Cuando analizamos lo que sucedió en cada uno de ellos, podemos entender realmente lo que hemos hecho:
Dios sonríe al mostrarnos el magnífico Edén recién salido de su mano creadora. Pero, ¿cómo le demostramos nuestra gratitud? Amenazándolo hasta el punto que suda grandes gotas de sangre mientras clama en agonía a su Padre para que lo libere del tormento. Entonces lo tomamos de la muñeca y lo escupimos. Le colocamos una corona de espinas, golpeándolo una y otra vez para que las púas se claven en su noble frente. Aun así, sigue amándonos, y está dispuesto a morir para salvarnos.

Rasgamos sus ropas, y lo azotamos hasta que la sangre le corre por la espalda. Tomamos esas dulces pero poderosas manos que nos formaron del barro, las arrojamos contra un madero lleno de astillas, y las clavamos para entonces colgarlo como si fuera un espantapájaros.
Y Jesús, que llamó a incontables mundos a la existencia, cuya orden podría movilizar instantáneamente miles de millones de ángeles y quien podría destruirnos con su mirada, exclama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23: 34, RV95).
Colgamos a nuestro Dios entre la tierra y el cielo, con clavos en las manos y los pies. ¡Y allí estamos, aferrados al martillo que introdujo los clavos! ¡Allí estamos, sabiendo que nosotros deberíamos pender de la cruz!

Tenemos que cargar la culpa, porque nuestros pecados aún crucifican a Jesús como lo hicieron las manos crueles de los líderes hace dos mil años. Al igual que Adán, Eva y Caín, queremos hacer las cosas a nuestra manera, en lugar de entregar nuestra vida a la voluntad de Dios. Y este egoísmo aún lo corona con espinas y le atraviesa el costado. Nosotros, y no él deberíamos cargar la culpa.
Pero allí está, colgando de la cruz, en nuestro lugar. Cuelga de la cruz por nuestros –no, en realidad por mis pecados. ¡Muere por MÍ! El entenderlo me produce desesperación y angustia, pero me lleva al arrepentimiento.

Y Dios me perdona. Me sonríe como una vez le sonrió a Adán.
Sí, llevó sobre sí el castigo que debía pagar por mi rebelión. Pendió entre la tierra y el cielo. Tomó mi lugar. Cargó mis pecados. (1 Ped. 2:24). Y ahora me perdona (1 Juan 1:9).
¿Qué hemos hecho? No es siquiera una pregunta relevante. En su lugar deberíamos preguntarnos: ¿Qué ha hecho DIOS? Y he aquí la respuesta: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

*A menos que se especifique lo contrario, las citas bíblicas han sido extraídas de la Nueva Versión Internacional (NVI).

1
To mismo podría decirse, por supuesto, de cada integrante de la Trinidad.
2Filipenses 2:5-8; compárese con Juan 3:16.
3“The Silent Voice”, obra del autor.
4Compárese con Apocalipsis 13:8; 1 Pedro 1:18-20.
5Véase Isaías 53:4-6.



Fuente: Spanish Aadventist World. Diciembre del 2009