5 dic 2009

La perfección

Pulidos y suavizados hasta ser uno

Por: Robert J. Ross

Como capellán voluntario del turno noche, observaba a un médico de emergencias mientras cerraba el último de muchos puntos que unían la carne de lo que había sido un inmenso orificio. Enderezó la espalda y con sus ojos aún concentrados en la herida que acababa de cerrar musitó, como diciéndose a sí mismo: “Perfecto; está perfecto”. Más tarde pensé: ¿Qué quiso decir? ¿Se refería a los puntos o a que quedó cerrada la herida? ¿Se refería a su trabajo o a todo lo mencionado?

El Sermón del Monte de Jesús cubre tres capítulos de la Biblia (Mat. 5–7). En su primera parte, habla de la actitud de contentamiento que deberíamos desarrollar más allá de las circunstancias. A esta sección la denominamos de “las bienaventuranzas”. Cristo dirige su atención a nuestras motivaciones detrás de lo que hacemos. Lo que realmente cuenta son los motivos y actitudes que impulsan nuestras acciones. A mitad de su sermón, realiza esta inquietante declaración: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en el cielo es perfecto” (Mat. 5: 48).1

¿Qué quiere decir “perfecto”?


En la Biblia, el término es expresado de muchas maneras. Perfecto puede significar intachable, leal, completo, maduro, entendido, paciente, amante y seguidor de Cristo. El término describe cosas como la ley de la libertad (Sant. 1:25), los sacrificios (Lev. 22:21) o la voluntad de Dios (Rom. 12:2). La perfección suele estar relacionada con la acción. La iglesia de Sardis es amonestada porque Cristo halló que sus obras aún no eran perfectas (véase Apoc. 3:2). Al joven rico, Jesús le aconseja: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes […] y […] sígueme (Mat. 19:21).

Ante usos tan diversos, ¿qué significa entonces ser “perfecto”? Es decir, ¿cuán blanco tiene que ser el blanco para alcanzar la blancura total? La cita de Elena White que dice: “Así como Dios es perfecto en su esfera, hemos de serlo nosotros en la nuestra”,1 nos muestra que existen dos niveles de perfección: la divina y la humana.

La experiencia de la salvación

Con amor y misericordia infinitos Dios
hizo que Cristo, que no conoció pecado,
fuera hecho pecado por nosotros, para
que nosotros pudiésemos ser hechos
justicia de Dios en él. Guiados por el
Espíritu Santo sentimos nuestra
necesidad, reconocemos nuestra
pecaminosidad, nos arrepentimos
de nuestras transgresiones y ejercemos fe
en Jesús como Cristo y Señor, como
Sustituto y Ejemplo. Esta fe de salvación
nos llega por medio del poder divino de la
Palabra y es un don de la gracia de Dios.
Mediante Cristo somos justificados, adoptados
como hijos e hijas de Dios y librados del señorío
del pecado. Por medio del Espíritu nacemos
de nuevo y somos santificados; el Espíritu
renueva nuestras mentes, graba la ley de
amor de Dios en nuestros corazones y nos
da poder para vivir una vida santa. Al
permanecer en él somos participantes de
la naturaleza divina y tenemos la seguridad
de la salvación ahora y en ocasión del juicio

(2 Cor. 5:17-21; Juan 3:16; Gál. 1:4; 4:4-7;
Tito 3:3-7; Juan 16:8; Gál. 3:13, 14;
1 Ped. 2:21, 22; Rom. 10:17; Luc. 17:5;
Mar. 9:23, 24; Efe. 2:5-10; Rom. 3:21-26;
Col. 1:13, 14; Rom. 8:14-17; Gál. 3:26;
Juan 3:3-8; 1 Ped. 1:23; Rom. 12:2;
Heb. 8:7-12; Eze. 36:25-27; 2 Ped. 1:3, 4;
Rom. 8:1-4; 5:6-10).

Sabemos con certeza que Dios es perfecto en su esfera. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta” (Deut. 32:4). También sabemos que Jesús es perfecto: “Habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eternal salvación” (Heb. 5:9). Reconocemos que, por cierto, nosotros no somos perfectos, porque a los ojos de Dios, “nuestras justicias como trapos de inmundicia” (Isa. 64:6). Entonces, ¿a qué “perfección” hemos de aspirar? Jesús nos da la pauta en la oración intercesora de Juan 17:23: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad”. La perfección, entonces, posee dos niveles: la unidad perfecta de Dios con la Trinidad y la unidad perfecta de los humanos con Cristo.

Perfección objetiva: La unidad perfecta de Dios


Solo la divinidad puede aducir unidad perfecta. Es la perfección más acabada. Aunque el Hijo de Dios se revistió de frágil humanidad y fue tentado en su momento de mayor debilidad, Satanás no logró separarlo ni un ápice de su Padre. Solo la divinidad puede transformar piedras en pan. Mediante la obediencia a su Padre, Jesús se negó a usar su divinidad independientemente de su Padre. “En Cristo, la divinidad y la humanidad se combinaron. La divinidad no descendió al nivel de la humanidad; la humanidad conservó su lugar, pero la humanidad, al estar unida a la divinidad, soportó la durísima prueba de la tentación en el desierto”.2 “Él […] sufrió siendo tentado”, sufrió en proporción a la perfección de su santidad. Pero el príncipe de las tinieblas no encontró nada en él; ni un solo pensamiento o sentimiento respondía a la tentación”.3 La unidad perfecta de Jesús con su Padre lo motivó a resistir todas las tentaciones.

Perfección subjetiva: Nuestra unidad con Cristo

Me gusta cómo describe Elena White nuestra necesidad de expiación. “El hombre no podía expiar la culpa del hombre. Su condición pecaminosa y caída hacía de él una ofrenda imperfecta, un sacrificio expiatorio de menor valor que Adán antes de su caída. Dios hizo al hombre perfecto y recto, y después de su transgresión no podía haber un sacrificio expiatorio aceptable a Dios en su favor, a menos que la ofrenda hecha fuera de un valor superior al del hombre en su estado de perfección e inocencia”.4

La actitud pura de Cristo motivó una obediencia absoluta que resultó en una unidad completa con el Padre. Esa es la verdadera perfección. Es esa perfección imputada que llega a ser el único medio para nuestra salvación. “Este sacrificio fue ofrecido con el propósito de restaurar al hombre a su perfección original; más que ello, […] brindarle una completa transformación del carácter”.5

La justicia impartida de Cristo es la obra que realiza en nosotros para transformarnos a su imagen, en unidad con él. Eso es ser perfectos en nuestra esfera. Significa ser perfectamente uno con él. Nuestras actitudes cambian, lo que nos motiva a ser obedientes para reflejarlo de manera plena. La imagen que creó originalmente en nosotros se refleja en nuestra unidad con él (véase Heb. 5:8, 9)y no requiere que nos despojemos por nosotros mismos del mal, porque ello dejaría un gran vacío. Por el contrario, implica que nos llenemos todo lo posible de Cristo, rechazando lo que opaca su gloria. Al contemplarlo, llegamos a ser como él y somos transformados para su gloria. No solo seremos su imagen sino también seremos uno con él.

Unión perfecta


Hace poco los científicos descubrieron una forma de fabricar la primera superficie de vidrio absolutamente plana y pulida. Es tan suave y lisa que cuando dos de estas gruesas láminas de vidrio son colocadas una sobre la otra y desplazan todo el aire, la conexión entre las moléculas llega a ser tal que es casi imposible separarlas. Son verdaderamente una. La unidad perfecta de Jesús con el Padre, por medio de su obediencia aquí en la tierra, llega a ser nuestro manto de (su) justicia imputada por toda la eternidad. La justicia que anhela impartirnos es la unidad perfecta que podemos tener por medio de la conducción de su Espíritu. La obediencia motivada por un amor genuino permite que cada día Cristo nos vaya puliendo hasta que lleguemos a ser uno con él, de manera que ya nada pueda interponerse entre él y nosotros.

Creo que esta imagen capta algo de lo quiso decir ese médico de emergencias cuando dio por concluida su tarea. La herida estaba cerrada. La carne había vuelto a su lugar. No había más separación. No había más sangre. Podía comenzar el proceso de curación y probablemente no quedaría ni una cicatriz. Lo que se dice, perfecto.

1
Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 8, p. 64.

2Elena White, Review and Herald, 18 de febrero de 1890.
3Elena White, Testimonios para la iglesia, vol. 5, p. 398.
4Elena White, The Spirit of Prophecy, t. 2, p. 9.
5Elena White, Manuscrito 49, 1898.

Fuente: Spanish Adventist World. Diciembre 2009

¡Qué hemos hecho!

Hablemos de Jesús y de lo que hizo por nosotros

Por:

Nuestra imagen mental de Jesús suele inclinarse hacia su lado humano. Después de todo, fue un hombre. Hemos visto miles de imágenes de Jesús creadas por los artistas: lo hemos visto jugando con los niños, hablando con los médicos, o mirando a la “cámara” o al horizonte.
Pero los que documentaron su ministerio terrenal en los Evangelios también dejaron en claro que en el Jesús humano que caminó entre nosotros caminó también Dios en la carne. La divinidad de Jesús es producto de conceptos extraordinarios que nos dejan atónitos. Nos trasladan al comienzo del mundo, cuando “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Gén. 1:1).* ¿No requiere la divinidad de Jesús que él también haya tomado parte en dar existencia a este planeta?

Sin duda que sí. Pablo proclama enfáticamente que Jesús, “siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse” (Fil. 2:6). Juan también afirmó que “era Dios” y que “por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir” (Juan 1:1-3).
Esto incluye todo el universo. Imaginemos entonces leer el Génesis de la siguiente manera: “Jesús, en el principio, creó los cielos y la tierra”. Y “Jesús también hizo las estrellas” (véase Gén. 1:16).1

Esta idea transforma nuestra imagen del bebé que nació de María, del único Dios-hombre. Aun así, los apóstoles expresan la verdad ineludible de que el que creó el universo, incluyendo nuestro planeta y sus habitantes, sufrió y murió en una cruz en las afueras de Jerusalén para salvarnos de nuestros pecados.2
¡Qué sacrificio! ¡Qué amor! Nos pone de rodillas en completa humillación por lo que hemos hecho.

Lo que él hizo


Regresemos a la idea de la creación y pensemos que Jesús creó todo el universo, para mirar más de cerca sus maravillosas obras. A fin de entender este concepto, usemos uno de los ardides de la ciencia ficción. Imaginemos que somos astronautas y que tenemos el privilegio de explorar el universo creado por Jesús.
Nuestro trasbordador espacial ingresa a la órbita de la tierra, y pronto somos transferidos a una nave estelar para emprender una travesía intergaláctica. Una vez a bordo, nos reclinamos en cómodos asientos y pronto partimos a la velocidad de la luz (18 millones de kilómetros por minuto).

A esta fantástica velocidad pasamos el sol en menos de nueve minutos y Plutón en solo cinco horas y media. Continuamos por el espacio, y tenemos que viajar cuatro años y medio para pasar junto a Alfa Centauro, la estrella más cercana. Sin embargo, pasarían otros cien mil años antes de atravesar la Vía Láctea, y otros dos millones de años antes de siquiera acercarnos a la gran galaxia de Andrómeda, que se sabe tiene cien mil millones de soles. Pero solo habríamos comenzado, porque más allá de Andrómeda se encuentran al menos otros dos mil millones de galaxias, y cada una contiene miles de millones de soles.

Y, según las Escrituras, el que conocemos como Jesús de Nazaret creó todos estos vastos sistemas.
No es de asombrar que el salmista exclamara: “Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ¿Qué es el hombre, […] para que lo tomes en cuenta?” (Sal. 8:3, 4).
¿Por qué el Creador de todos esos magníficos sistemas solares se interesaría en una raza de micro rebeldes humanos que viven en una mota de polvo llamada Tierra, en un extremo remoto del universo? La Biblia dice: es por AMOR, un amor divino que es más vasto pero más específico que lo que nuestras mentes finitas pueden entender.

Miríadas de gigantescos soles,
Por el vacío sin nombre, su órbita trazan,
Por senderos que solo conoce el Omnisciente.
¡Esplendor indescriptible!
Cada masa de fuego aclama con voz inaudible:
“Dios me creó”.

En el mínimo orbe declara el ser humano:
“¡No hay Dios!”

Pero ese Dios, que afirman que no existe,
Bajó a este mundo desahuciado,
Y MURIÓ por mí. 3

¡Lo que nosotros hicimos!


Acaso la idea más asombrosa es el hecho que Dios haya creado el planeta sabiendo en todo momento que la raza humana eventualmente le quitaría la vida.4 La naturaleza egoísta del ser humano revela con claridad cuán grande es nuestra responsabilidad. De hecho, cada vez que actuamos en forma descomedida con los animales o un ser humano, mostramos a Dios que, de estar en lugar de Adán, también hubiéramos tomado parte en su rebelión abierta contra el Creador.5

Para entender esta terrible verdad, retrocedamos en el tiempo, una vez más en la imaginación, a tres lugares: el Edén, el Getsemaní y el Gólgota. Cuando analizamos lo que sucedió en cada uno de ellos, podemos entender realmente lo que hemos hecho:
Dios sonríe al mostrarnos el magnífico Edén recién salido de su mano creadora. Pero, ¿cómo le demostramos nuestra gratitud? Amenazándolo hasta el punto que suda grandes gotas de sangre mientras clama en agonía a su Padre para que lo libere del tormento. Entonces lo tomamos de la muñeca y lo escupimos. Le colocamos una corona de espinas, golpeándolo una y otra vez para que las púas se claven en su noble frente. Aun así, sigue amándonos, y está dispuesto a morir para salvarnos.

Rasgamos sus ropas, y lo azotamos hasta que la sangre le corre por la espalda. Tomamos esas dulces pero poderosas manos que nos formaron del barro, las arrojamos contra un madero lleno de astillas, y las clavamos para entonces colgarlo como si fuera un espantapájaros.
Y Jesús, que llamó a incontables mundos a la existencia, cuya orden podría movilizar instantáneamente miles de millones de ángeles y quien podría destruirnos con su mirada, exclama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23: 34, RV95).
Colgamos a nuestro Dios entre la tierra y el cielo, con clavos en las manos y los pies. ¡Y allí estamos, aferrados al martillo que introdujo los clavos! ¡Allí estamos, sabiendo que nosotros deberíamos pender de la cruz!

Tenemos que cargar la culpa, porque nuestros pecados aún crucifican a Jesús como lo hicieron las manos crueles de los líderes hace dos mil años. Al igual que Adán, Eva y Caín, queremos hacer las cosas a nuestra manera, en lugar de entregar nuestra vida a la voluntad de Dios. Y este egoísmo aún lo corona con espinas y le atraviesa el costado. Nosotros, y no él deberíamos cargar la culpa.
Pero allí está, colgando de la cruz, en nuestro lugar. Cuelga de la cruz por nuestros –no, en realidad por mis pecados. ¡Muere por MÍ! El entenderlo me produce desesperación y angustia, pero me lleva al arrepentimiento.

Y Dios me perdona. Me sonríe como una vez le sonrió a Adán.
Sí, llevó sobre sí el castigo que debía pagar por mi rebelión. Pendió entre la tierra y el cielo. Tomó mi lugar. Cargó mis pecados. (1 Ped. 2:24). Y ahora me perdona (1 Juan 1:9).
¿Qué hemos hecho? No es siquiera una pregunta relevante. En su lugar deberíamos preguntarnos: ¿Qué ha hecho DIOS? Y he aquí la respuesta: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

*A menos que se especifique lo contrario, las citas bíblicas han sido extraídas de la Nueva Versión Internacional (NVI).

1
To mismo podría decirse, por supuesto, de cada integrante de la Trinidad.
2Filipenses 2:5-8; compárese con Juan 3:16.
3“The Silent Voice”, obra del autor.
4Compárese con Apocalipsis 13:8; 1 Pedro 1:18-20.
5Véase Isaías 53:4-6.



Fuente: Spanish Aadventist World. Diciembre del 2009

7 nov 2009

Los errores ocultos

Una lección sobre el amor al prójimo

“¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos” (Sal. 19:12).

Hubo un momento en mi vida cristiana cuando me resultó crucial entender qué quiso decir David al hablar de “errores ocultos”. ¿Cómo es posible violar la ley de Dios si no nos damos cuenta de que estamos pecando? ¿Somos culpables? ¿Necesitamos igualmente el perdón?
Los pecados o errores ocultos mencionados en Salmos 19:12 se refieren a los pecados que cometemos sin darnos cuenta de que estamos pecando. Son cosas que deberíamos hacer pero que no hacemos, como por ejemplo el caso del padre que no corrige a un hijo que necesita corrección. Podría significar también apatía hacia el dolor o la pérdida, o no actuar contra los que vemos que están dañando a otros quitándoles lo que es de ellos o destruyendo los lazos comunitarios. Los pecados ocultos no necesariamente tienen que producir escándalos, como en el caso del adulterio; pero aun así, desafían la ley de amor de Dios y representan de manera equivocada su santo carácter.

Demasiado poco, demasiado tarde

Hasta el día que conocí a la mujer de trajecito rojo, no me di cuenta del efecto adverso que los pecados ocultos pueden tener sobre el alma y de cómo pueden debilitar nuestra relación con Dios. Como la veía a menudo vestida así y no me había preocupado por saber su nombre, era solo eso: la mujer del trajecito rojo. Una silueta más en la vastedad de los inmensos salones de mármol del edificio del congreso provincial, donde ambas trabajábamos.


Hasta el día que conocí a la
mujer de trajecito rojo, no
me di cuenta del efecto
adverso que los pecados
ocultos pueden tener sobre el
alma y de cómo pueden
debilitar nuestra relación
con Dios.


Casualmente, la oficina de la mujer del trajecito rojo estaba justo enfrente de la mía. Aun así, pasaron muchos años antes de que supiera su nombre. Acaso fue su timidez la que me impidió acercarme. Ella era sumamente apocada, y sus ojos verdes se movían de un lado a otro con aparente vergüenza como rogando escuchar ese “hola” impersonal 
y apresurado que yo le daba cuando por casualidad nos 
cruzábamos en el pasillo.

Con las limitaciones de su actitud vaga y distante, pronto comencé a percibirla no como persona sino más bien como una estructura, casi como si fuera parte del edificio. Por ello, esperaba verla allí para siempre.

Pero una mañana invernal, nuestra oficina recibió la triste noticia del fallecimiento de Marci Smith. Como 
todos los que trabajábamos allí, Marci Smith debería haber tenido muchos amigos y familiares. Sin embargo, estuvo muerta una semana antes de que alguien notara su ausencia.

Un vecino sintió que un olor extraño y nauseabundo salía de su departamento y llamó a la policía, que descubrió el cuerpo.

Me sentí muy enojada. ¿Cómo era posible que alguien muriera y nadie se diera cuenta? Me dije a mí misma que su suerte habría sido distinta de haber sido mi amiga. Seguramente no habría muerto sola y abandonada como fue el caso. Entonces, descubrí que en realidad, no sabía quién era Marci Smith o qué aspecto tenía

Con desesperación, procuré relacionar un rostro con 
ese nombre, pero por más que lo intenté, Marci Smith no alcanzaba a formar ninguna imagen en mi cerebro.
¡Qué mal y en falta me sentí cuando finalmente alguien me describió quién era la fallecida y me di cuenta de que Marci Smith era la mujer del trajecito rojo; la mujer sin nombre a quien jamás me tomé el tiempo o el esfuerzo de conocer! Elevé una oración, deseando que el tiempo volviera atrás. Pero tristemente, la oportunidad de amar a Marci 
Smith se había esfumado para siempre.

Preguntas para pensar

1. ¿Cómo podemos descubrir
cuáles son nuestros errores ocultos?
¿Qué podemos hacer para vencerlos?


2. ¿Cómo podemos mostrar el amor
de Jesús a los quenos rodean?


3. ¿Se ha dado cuenta alguna vez
de que sin querer ha herido 
a otra
persona, pero que es demasiado
tarde para reparar el daño?
¿Qué debería hacer entonces?
¿Y qué podemos hacer hoy para 

que los demás sepan que estamos
interesados en ellos?

4. ¿Qué otras aplicaciones espirituales
podemos extraer de esta experiencia?

Hambrientos de amor

No lo sabía entonces, pero mi negligencia y falta de interés en otros constituyeron “errores ocultos” que ofendieron a Dios. Por ello el salmista oró diciendo: “¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias, que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro y estaré libre de gran rebelión” (Sal. 19:12, 13).

Nuestro pequeño mundo está hambriento de amor, de ese amor profundo y sincero que puede vencer al desánimo y llenar los corazones de esperanza.

A pesar de ello, muchas veces el exagerado individualismo nos priva a nosotros y a otros de ese amor. Nuestro maravilloso Padre celestial quiere que recordemos que el amor es el único atributo de esta vida que no sufrirá cambios en la venidera. Desea que comprendamos la importancia de liberarnos de los errores ocultos, de los pecados que nos hacen susceptibles a olvidar que somos llamados a amar como Dios amó, a hacer que el amor sea la fuerza motivadora de nuestra vida.

Olga Valdivia escribió este artículo mientras trabajaba en la secretaría del Ministerio de Justicia para Recursos Naturales de Idaho, Estados Unidos.


Fuente: Spanish Adventist World. - Septiembre del 2009

4 sept 2009

La oración transformadora

Por: Costin Jordache

Me gustaría decir que siempre fui un gran hombre de oración. En verdad, durante bastante tiempo la oración fue simplemente un hábito para mí. Uno es cristiano, por lo tanto ora. Pero en años recientes, situaciones difíciles han impactado mi manera de ver la oración, por lo que quise entenderla mejor. En realidad no es fácil definirla con precisión. Un escritor anónimo declara: “El objetivo último de la oración —si es que tiene otros— es cubrir la distancia que nos separa de Dios”.

Más específicamente, ¿qué efecto tiene la oración? Para tratar de responder esta pregunta, analicemos la vida de Jonás, un personaje del drama bíblico. Su historia es conocida. Jonás fue un profeta que vivió alrededor del año 700 a.C. Dios le encomendó ir a la capital de Asiria, la archienemiga de Israel, y anunciar su destrucción.

Sin decir palabra Jonás se embarcó, pero no hacia Nínive, sino rumbo a Tarsis. La mayoría de los historiadores bíblicos coinciden en que Tarsis se encontraba en España, a más de 3.000 kilómetros al oeste de Nínive. ¡Jonás había decidido huir hacia los confines del mundo conocido!

Dios envía una tormenta para que Jonás recuerde su misión. Como último recurso, los marineros arrojan a Jonás por la borda, porque él reconoce ser la causa del problema. La tormenta amaina mientras Jonás se hunde en las profundidades y es tragado por un gran pez que se convierte en su vivienda durante tres días. Jonás entra al pez rebelde y reacio, pero algo dramático sucede: el comienzo de una metamorfosis, una transformación.

Leemos en Jonás 2:1: “Entonces oró Jonás a Jehová su Dios desde el vientre del pez, y dijo: ‘Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó; desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste. Me echaste en lo profundo, en medio de los mares, y me rodeó la corriente; todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí. Entonces dije: “Desechado soy de delante de tus ojos; mas aún veré tu santo templo”. Las aguas me rodearon hasta el alma, rodeóme el abismo; el alga se enredó a mi cabeza. Descendí a los cimientos de los montes; la tierra echó sus cerrojos sobre mí para siempre; mas tú sacaste mi vida de la sepultura, oh Jehová Dios mío. Cuando mi alma desfallecía en mí, me acordé de Jehová, y mi oración llegó hasta ti en tu santo templo. Los que siguen vanidades ilusorias, su misericordia abandonan. Mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios; pagaré lo que prometí. La salvación es de Jehová.’”

Jonás, el fugitivo y rebelde, eleva una oración, una súplica sincera a Dios, que marca el comienzo de su transformación.

Existen tres cualidades notables en su súplica, tres maneras en que la oración puede conducirnos a una transformación personal.

Primero, sabe a quién se dirige

En Jonás 1:8, en medio de la tormenta, los marineros interrogan a Jonás: “Decláranos ahora por qué nos ha venido este mal... ¿De qué pueblo eres?”. Jonás responde: “Soy hebreo, y temo a Jehová, Dios de los cielos, que hizo el mar y la tierra”.

Para entender la transformación debemos entender al agente que transforma. Jonás está enojado y confuso, pero no ha perdido de vista quién es Dios. Al comenzar a orar, sabe que está dirigiéndole la palabra a Dios, el soberano del universo: “Entonces oró Jonás a Jehová su Dios desde el vientre del pez”.

Si nuestras oraciones son débiles, ineficaces o ritualistas, puede que se deba a que olvidamos a quién nos dirigimos. En un esfuerzo por quitar el temor reverente que Dios merece, hemos enfatizado su dimensión como Abba, el “Papito Celestial” (Romanos 8:15), y olvidado la otra cara de la moneda. El escritor de Hebreos culmina el capítulo 12 diciendo: “Nuestro Dios es fuego consumidor”.

¿Cómo te sentirías si el presidente de tu país eligiera al azar a cinco personas para visitarlo individualmente en su despacho durante 15 minutos, y tú fueras una de ellas? Además, te aseguran que puedes decir o pedir lo que quieras.

Al entrar, ¿dirías apresurado: “Señor Presidente, gracias por proteger nuestro país y por fortalecer la economía; continúe cuidándonos a todos y asegúrese de que haya suficiente dinero en el fondo de pensiones para cuando me retire; adiós?”

Si cambias sólo algunas palabras, podrás oír muchas de nuestras oraciones apresuradas dirigidas a Dios. Algunos hemos perdido de vista la soberana realidad de Dios, que es Abba y también fuego consumidor.

Un amigo de Martín Lutero relató cierta vez: “Lo oí orar...Se expresaba con tanta reverencia, como si hablara con Dios, pero al mismo tiempo con tanta confianza como si hablara con un amigo”. Otra persona escribió: “Si tan sólo nos detuviéramos a pensar que en ese momento privilegiado de oración, el Creador del Universo está dispuesto a escucharnos, a hablarnos, a concedernos su atención total durante el tiempo que queramos, nuestra vida espiritual sería transformada”.

Jonás sabe a quién dirige la palabra al orar. ¡Por eso en su oración predominan los verbos en pasado, aunque todavía está en el abismo!

Segundo, es honesto con Dios

En hebreo hay varias formas de la palabra oración, con diversas connotaciones. Entre ellas está palal, utilizada en Jonás 2:1, cuya definición básica es “intervenir, arrojarse en medio de”. Se utiliza la misma palabra hebrea cuando los israelitas le ruegan a Moisés que ore para que Dios elimine las serpientes mortíferas.

Esta es una forma intensa y apasionada de oración. Alguien dijo cierta vez: “Todo cristiano debería orar al menos una oración violenta por día”, y Jonás ora de esa forma. El profeta entra en un diálogo brutalmente honesto con Dios, entregándose a su misericordia, confesando que merecía ser arrojado al mar bravío, y que se siente desterrado. ¡Inclusive menciona estar enredado en algas pegajosas y nauseabundas!

En un pasaje de Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, Huck tiene una crisis de conciencia. He aquí sus palabras: “Decidí ponerme a rezar y ver si podía dejar de ser un mal chico y hacerme mejor. Así que me arrodillé. Pero no me salían las palabras. ¿Por qué no? No valía de nada tratar de disimulárselo a Él. Ni a mí tampoco. Sabía muy bien por qué no salían de mí. Era porque mi alma no estaba limpia... en el fondo, sabía que era mentira, y Él también. No se pueden rezar mentiras, según descubrí entonces”.

Hasta allí, Jonás había vivido una mentira, pero en un momento de catarsis desnudó su alma en un diálogo franco y honesto con Dios.

Tercero, se compromete a ponerse en acción

Esta es mi parte favorita de la oración. Recuerda Jonás 2:9: “Pagaré lo que prometí”. Jonás termina de orar comprometiéndose a hacer algo. No le echa la responsabilidad a Dios esperando una respuesta. Me preocupan los cristianos que dicen que siendo imposible vivir de acuerdo con la ley, debemos orar con estas palabras: “Dios, no soy nada, no puedo hacer nada, así que te pido que actúes tú”. En ciertas ocasiones, es necesario que oremos reconociendo nuestra culpa, debilidad e ignorancia; pero a menudo ese tipo de oración es sólo una excusa, ya que esperamos con los brazos cruzados a que Dios actúe, sacándonos del apuro. Decimos: “Dios, ya oré y todo depende de ti; sabes dónde encontrarme; amén”.

Jonás está dando pasos concretos para cambiar de rumbo: “Señor, sé lo que soy y lo que quiero ser. Estoy dando el primer paso en esa dirección”. No son pasos simbólicos para asegurarse una respuesta a su oración; son cambios fundamentales de pensamiento que se traducen en acciones transformadas. ¡Ese es uno de los efectos más poderosos de la oración!

Jonás, el hijo de Amitai, rebelde, confuso y atemorizado, ahora se siente decidido e intrépido, ¡aunque todavía está en el vientre del pez! George Meredith ya lo dijo en el siglo XIX: “El que termina de orar siendo una persona mejor ya recibió la respuesta a su plegaria”.

Conclusión

No estoy diciendo que el profeta fugitivo experimenta una transformación instantánea y permanente. Jonás se compromete y cumple, pero entonces se equivoca de nuevo. Su comprensión del carácter divino y de su propia misión aún es limitada. Cuando los ninivitas creen en su mensaje y se arrepienten, Jonás se enoja, pensando que él y Dios parecerán débiles porque no habrá destrucción. La transformación de nuestro carácter requiere una decisión diaria por nuestra parte y es también un proceso que dura toda la vida.

De acuerdo con la Palabra de Dios y el testimonio de Jonás, si te sientes angustiado, enterrado vivo, con dudas, insatisfecho con lo que eres y con tu vida espiritual, tienes acceso a un vehículo que puede llevarte a un lugar nuevo. La oración es el transporte hacia la transformación.

Costin Jordache es miembro del equipo pastoral y director de medios de la Iglesia de la Universidad de Loma Linda, en California, EE.UU., donde produce diversos proyectos televisivos y de comunicación digital. Su dirección electrónica: cjordache@lluc.org

Fuente: Dialogo Universitario

28 jun 2009

¿Puede entenderse la realidad sin Dios?

Por: Clifford Goldstein

“El mundo —decía Arthur Schopen-hauer— es mi idea”.1

Si el mundo real es lo que Schopenhauer concibe en su mente, entonces también es sólo lo que cada uno de nosotros piensa o imagina. Según Schopenhauer lo que conocemos “no es un sol, y no es una tierra, sino tan sólo un ojo que ve un sol, una mano que siente la tierra; el mundo que nos rodea está allí solamente como idea, esto es, sólo en relación con algo más, con aquel que concibe la idea, que es él mismo”.2 Y puesto que somos diferentes ojos, diferentes manos, diferentes conciencias, conocemos diferentes soles, diferentes tierras. Si el mundo es una idea, entonces el mundo es una idea diferente para cada uno de nosotros.

Este interrogante, acerca de qué es real en oposición a qué es percibido, es tan antiguo como la metafórica caverna de Platón, en la cual todos los seres humanos estaban encadenados de cara a la pared posterior, de modo que toda la realidad se les presentaba como sombras proyectadas en ese muro por un fuego que ardía a sus espaldas.

Únicamente por medio de la educación filosófica y racional, argumentaba Platón, podía alguien escapar de la caverna y ascender al mundo de la luz plena, esto es, a la realidad tal como verdaderamente es. Por muy apropiada (o imperfecta) que sea la metáfora de Platón, ¿qué pasaría si de veras pudiéramos colocarnos detrás de las apariencias, las sensaciones y los fenómenos para explorar la realidad auténtica, sin los inevitables filtros humanos que nos la colorean y empaquetan como apariencias y fenómenos? ¿Cómo se vería, cómo se sentiría, qué olor y sabor y color tendría la realidad misma? Todo lo que podemos conocer de la realidad, aun lo que surge de la razón pura, llega a nosotros como resultado de procesos neuro-eléctrico-químicos que chisporrotean silenciosamente dentro de la húmeda oscuridad cubierta de piel y cráneo que es nuestra corteza cerebral.

Aun si fuera posible deslizarnos y colocarnos detrás de las apariencias para percibir la realidad, ¿cómo podríamos percibirla con otra cosa que nuestros sentidos, que siempre tienen preferencias y límites en sus preconceptos? Cualesquiera sean los sensores que nos conectan con lo que está fuera de nosotros, cualesquiera sean los dispositivos que nos comunican con el mundo, cada uno tiene su propio foco, sus tendencias y sus limitaciones. Diferentes combinaciones crean diferentes realidades. ¿Cómo puede la realidad ser nada más que lo que nuestros sentidos perciben de ella; lo cual significaría, entonces, que tendría que estar totalmente en nuestra mente?

La realidad y la Mente divina

Tal vez sólo si hubiera un ser, alguna Mente divina que pudiera ver todas las cosas desde cada perspectiva posible al mismo tiempo podría decirse que la realidad objetiva existe. Como argumentaba el obispo George Berkeley, ¿puede algo existir realmente, es decir, tener características o cualidades propias que no estén en última instancia en una mente que las percibe? Porque ¿qué son, en esencia, las características o cualidades (caliente, frío, rojo, amarillo, dulce, agrio, duro, blando) sino impresiones sensoriales? ¿Cómo pueden existir las impresiones sensoriales sin una mente que las perciba? ¿Cómo puede haber dolor sin nervios, o sabor sin sensores gustativos? Sin una Mente divina, ¿tiene sentido siquiera hablar acerca de lo que verdaderamente está fuera de nosotros, si todo es subjetivo, fluctuante, y a menudo nada más que impresiones sensoriales engañosas?

¿Puede haber verdadera moral (o verdadera realidad) si toda moral (o realidad) existe solamente como un conjunto de reacciones electro-químicas en mentes subjetivas? Intuimos que la moral existe independiente de nosotros; de otro modo, ¿cómo puede ser inmoral el asesinato de bebés tan sólo porque son judíos, si toda mente humana piensa lo contrario? Aún más, intuimos que la realidad existe independiente de la mente humana. De no ser así, ¿dejaría de existir el Monte Everest si ninguna mente lo percibe? Pero, ¿cómo pueden existir absolutos morales y ontológicos válidos para todos los seres humanos, si tanto la moral como la existencia se hallan sólo en la mente, no fuera de ella?

Estos interrogantes y sus implicaciones se han debatido por siglos. El empírico británico John Locke argüía que si el conocimiento humano procede solamente de la experiencia, entonces ¿cómo podemos conocer alguna cosa en sí misma? El conocimiento no puede ir más allá de la experiencia. Nada existe en el intelecto, escribió, que no haya sido percibido antes por los sentidos, y porque lo que está en los sentidos siempre es limitado, contingente y cambiante, nos quedamos con un insignificante conocimiento real del mundo.

Avanzando más allá de sus propias presuposiciones empíricas, George Berkeley acuñó su famosa fórmula, esse est percipi (“Ser es ser percibido”), alegando que las cualidades y las características de las cosas, aun sus cualidades más primarias (tales como la extensión), no existen fuera de la mente, y que únicamente cuando un objeto es percibido puede decirse que existe. “Porque ¿qué son los objetos antes mencionados [casas, montañas, ríos] sino cosas que percibimos por los sentidos? —escribió—. Y ¿qué percibimos fuera de nuestras propias ideas o sensaciones? Y ¿no es claramente repugnante que cualquiera de estos objetos, o cualquier combinación de ellos, pudieran existir sin ser percibidos?”3 Por cuanto la realidad se nos presenta únicamente como una sensación, no hay sensación (por tanto, no hay realidad) sin percepción. El obispo Berkeley no negaba que estas cosas estén allí, sino que afirmaba que cuando se dice que algo “existe”, significa tan sólo que es percibido por una mente.

Kant: Noumenon y phenomenon

Asumiendo la realidad a partir de proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales basó su revolucionaria filosofía, Immanuel Kant sostuvo que la mente en sí misma construye la realidad. No es que crea la realidad, sino que a raíz de estructuras preexistentes que hay dentro de ella, nuestra mente sintetiza y unifica la realidad, no de acuerdo con el mundo mismo, sino de acuerdo con cada mente. La mente se impone por sí misma sobre el mundo, que solamente se presenta según es organizado, filtrado y categorizado por la mente. La mente no se conforma al mundo; el mundo se conforma a la mente. Nuestro cerebro no modifica el mundo-tal-como-es—escribió Kant mucho antes de la revolución quántica—, sino que llega a nosotros solamente según nuestro cerebro lo permite.

Una persona que observa una montaña con binoculares verá algo diferente de alguien que la mira con un microscopio. La montaña está allí, por cierto; lo que vemos depende de que nuestra mente funcione como un microscopio, o como binoculares, o como un par de ojos humanos. A diferencia de los idealistas fenomenalistas posteriores (tales como Johann Gottlieb Fichte), que suprimirían toda realidad fuera de la que existe en nuestra mente, Kant no rechazó el noumenon, esto es, la realidad independiente de la cognición humana. El phenomenon (la realidad tal como se nos presenta) no puede existir sin noumena (la realidad tal como realmente es), así como el dolor no puede existir sin nervios. Lo que Kant asevera, en cambio, es que nunca podemos conocer la noumena, el mundo real, por lo que es. Hay una impenetrable y oscura barrera entre lo que existe fuera de nosotros y lo que finalmente aparece como realidad en nuestra conciencia.

Ninguno de estos filósofos, y ninguna de sus filosofías, han permanecido incontrovertibles. No obstante, es difícil argumentar contra el asunto fundamental: Las limitaciones del conocimiento, especialmente del conocimiento que nos llega tan sólo por medio de la percepción sensorial. Escribiendo contra la máxima de que “El hombre es la medida de todas las cosas”, Platón dijo que si lo único que se requeriría para conocer la verdad es la percepción sensorial, entonces un “cerdo o un mandril con cara de perro” también serían “la medida de todas las cosas”.

El punto que Platón quiere destacar es que la realidad no puede ser medida y juzgada solamente por los patrones humanos, porque diferentes individuos miden y juzgan la realidad de manera diferente, aun contradictoria. El argumento de que no hay realidad objetiva aparte de lo que perciben nuestros sentidos —aunque defendible con cierto rigor lógico y racional —no termina de convencernos, y en particular no persuade a alguien que apenas sobrevivió al estrellarse de cabeza contra un parabrisas. Esa persona sabe que algo real, sólido, objetivo existe fuera de ella misma.

Desde la caverna de Platón hasta el argumento epistemológico de Kant, nos acosa la pregunta: ¿Qué más hay allí, fuera de nosotros? ¿Qué existe y se mueve más allá del estrecho y finito espectro de las apariencias en la mente humana, en el vasto e infinito ámbito de lo totalmente real? Como los sonidos agudos que sólo el oído del perro puede captar, o los sonidos y las partículas tan reales como las pelotas de fútbol o las cantatas de Bach, ¿qué más existe como noumena que simplemente no podemos sentir, ver, palpar o intuir?

Dimensiones más allá del espacio y del tiempo

Los científicos hablan de otras dimensiones más allá del espacio-tiempo; algunas ramas de la física las demandan (la teoría del superstring requiere por lo menos diez dimensiones). Algunos matemáticos sostienen que los números puros existen en una “realidad” independiente, distinta de nuestro mundo de percepción sensorial. Otros afirman que lo sobrenatural, lo oculto, el reino de la fe, de los ángeles, y la esfera del bien y del mal existen en el noumenon, más allá de las continencias y limitaciones humanas. El autor del libro del Nuevo Testamento a los Hebreos escribió que “lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11: 3, VRV). El apóstol Pablo se refirió a realidades “que hay en los cielos y... que hay en la tierra, visibles e invisibles” (Colosenses 1: 16). ¿Qué son esas cosas que no aparecen? ¿Qué son esas realidades invisibles, no tanto en el cielo sino en la tierra?

La distinción de Kant entre phenomenon y noumenon, aunque no prueba la presencia de lo sobrenatural, al menos ha abierto un espacio para su existencia. Él postuló, aunque no fuera más que eso, una residencia física factible, un lugar donde lo sobrenatural pudiera existir. Un millón de llamadas a teléfonos celulares cruzándose silenciosamente a nuestro alrededor implican la posibilidad —no la probabilidad— de otros intangibles (¿ángeles, tal vez?). Lo primero muestra que la actividad inteligente e intencionada puede funcionar en derredor de nosotros, y sin embargo permanecer más allá de nosotros, aun cuando nos afecte. (¿Quién, por ejemplo, olió, oyó, vio, gustó o palpó el elevado nivel de radiación que, en un tratamiento contra un cáncer avanzado, destruyó el revestimiento interior de sus intestinos, debilitó sus defensas inmunológicas y precipitó su muerte?)

El noumenon está allí, en más de una forma, todo el tiempo, y más allá de nuestras limitadas percepciones. El phenomenon es, quizá, la punta del iceberg del infinito noumenon que nuestra mente percibe y absorbe, como una oscura esponja. El que apenas podamos percibir un mínimo de la realidad total no significa que no percibimos una parte de ella. El que no la podamos conocer plenamente no significa que no podamos conocerla a lo menos parcialmente. En Éxodo, cuando Moisés le pidió a Dios: “Te ruego que me muestres tu gloria” (33:18), Dios respondió: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá”. Y entonces dijo: “He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro” (Éxodo 33:20-23). Tal vez en eso consiste el phenomenon, la espalda, no el rostro, del noumenon.

Los matemáticos han encontrado increíble coherencia y belleza en el mundo de los números. Las matemáticas parecen estar “más allá” de las sensaciones, no como estructuras físicas sino más bien como precisas y delicadas relaciones entre entidades preexistentes, más permanentes y firmes que el mundo material. Aunque el cerebro procese las fórmulas matemáticas de manera abstracta, intuimos que se trata de realidades que se presentan más consistentes, confiables y estables que los caprichos efímeros, vacilantes y artificiales del phenomenon. Tres kilos de arroz, no importa cuán exacta sea la balanza, siempre serán más o menos que tres kilos (siquiera apenas por unas pocas moléculas); sin embargo, el número tres, como número en sí mismo, es absoluto y puro, sin necesidad de ajustes o refinamientos.

Por consiguiente, ya sea como concepto o como sensación, algo del noumenon nos llega, aun cuando lo percibamos como phenomenon. Estamos diseñados, por decirlo así, para interactuar con el noumenon, con lo auténticamente real, o al menos con parte de él. Hay una adecuada armonía, una concordancia estéticamente placentera entre nuestros sentidos y la porción de la realidad que entra en nuestra conciencia.

¡Cuán afortunados somos al poder observar la parte del espectro electromagnético emitido por la estrella más cercana a nuestros ojos —el Sol— que no sólo nos permite ver los objetos sino además verlos en toda su belleza! ¿Hay alguna razón lógica, necesaria o siquiera práctica para que las puestas de sol o los pavos reales sean representados tan placenteramente en nuestra mente? Sea cual fuere la cosa-en-sí-misma que emana de las hojas de menta, ¡cuán agradable resulta que, al penetrar en la nariz, nuestra mente la perciba como una fragancia deleitosa! No importa qué sea en-sí-misma una naranja (o un durazno, o una ciruela, o una uva), no sólo interactúa tan sabrosa y deliciosamente con nuestra boca, sino que además viene saturada con elementos químicos y nutrientes que satisfacen perfectamente nuestras necesidades físicas.

Por supuesto, los mismos dispositivos que proyectan el bien y el placer en nuestra conciencia, hacen lo mismo con el mal y la fealdad. La puesta de sol que arroja incandescentes rayos de luz desde el horizonte también deja detrás una fría estela que afecta a los pobres que quedan acurrucados y temblorosos en umbrales hostiles. No importa cuán exquisita sea una uva o sabrosa una manzana, la peste a menudo las descomponen antes que lo haga el vientre humano. Y ese vientre también provee amplio terreno para el surgimiento de tumores voraces. Por lo tanto, por más inherentemente bueno que sea el phenomenon, el mal con frecuencia lo malogra.

El mal: Un parásito

El mal siempre aparece después de la realidad fundamental, como un parásito. San Agustín, en La Ciudad de Dios, afirmó que el mal es una disminución, un abandono del bien. El bien vino primero; el mal lo siguió. No hay causa eficiente del mal, decía él, sólo una causa deficiente. Lo que llamamos mal “es meramente la ausencia de algo que es el bien”.4

Como el silencio, como la oscuridad, el mal surge solamente de una carencia, de un vaciamiento. “Ahora —continuaba Agustín—, tratar de descubrir las causas de estos defectos —causas, como he dicho, no eficientes, sino deficientes— es como si alguien procurase ver la oscuridad o escuchar el silencio. Sin embargo, ambos son conocidos por nosotros, y el primero sólo por medio del ojo, el último sólo por medio del oído; pero no por su realidad positiva, sino por su ausencia”.5

Observemos cuidadosamente: un durazno podrido requiere, en primer lugar, la existencia de un durazno sano. No puede haber enfermedad sexual sin que haya, primeramente, una relación sexual. Y antes de una criatura violada existe solamente una criatura normal. Los adjetivos son secundarios, no originales, intrusiones después-del-hecho, posteriores a él; y el hecho mismo, como realidad pura, es bueno.

Los niños, los duraznos, las relaciones sexuales —antes de cualquier defecto o imperfección— revelan el toque creativo de un amor tierno y gentil. Pensemos en ellos, sin todos los adjetivos negativos; imaginemos a la criatura, sin modificación. Por más rudamente que haya sido afectada, la naturaleza aún puede trascender la lógica pura y permitirnos intuir indicios de un futuro más prometedor que la entropía cósmica. Al relacionar lo que está en nosotros (nuestros sentidos) y lo que está más allá de ellos (lo sentido), la ecuación computa un resultado bello, los números se conectan, aunque tengan que ser calculados en nuestro corazón, no en nuestra cabeza.

Pensemos por un momento en la doctrina bíblica de la encarnación. Es una afirmación casi inconcebible: Dios mismo se encarnó en un ser humano. El Creador y Sustentador del vastísimo universo asumió nuestra carne, vivió entre nosotros y en la cruz cargó con cada adjetivo y adverbio y verbo malvados. Y el peso de toda esa maldición —su culpa, su consecuencia, su penalidad— fue suficiente para matarlo. Dios no es inmune a nuestro dolor ni a nuestro mal. Por el contrario, quebrantaron su vida, en Jesús, en la cruz.

Pero si la Cruz es una realidad, lo es como evidencia incontestable de que Dios nos ama con un amor que se extiende por encima de la fría expansión de lo infinito hasta entrar en los febriles rincones de nuestra vida temerosa y frágil. Nos confirma, también, que habiendo asuntos tan importantes en juego, Dios no habría ido a la cruz sin darnos razones para creer que lo hizo. Y una de esas razones es su plan de restaurar el mundo y las criaturas a su condición original, prístina. Imaginemos la creación despojada de todos sus viles modificadores; y entonces imaginemos esos modificadores cayendo, con todo su enorme peso, sobre Jesús.

Si alguien rompiera el vidrio y dañara con un cuchillo el cuadro de la Mona Lisa, ¿esas cuchilladas disminuirían el amor que Leonardo invirtió al retratar a esa famosa dama? No puede haber hambruna sin que primero haya campos de trigo y maíz. ¿Y qué nos dicen el trigo y el maíz acerca de Alguien que primeramente envolvió su semilla en la cáscara antes que el agua, la tierra, el aire y el sol hicieran asomar el tallo y lo cubrieran con espigas? ¿De Alguien que también diseñó nuestro organismo para que esos granos de trigo y maíz tostados tuvieran tan buen sabor en nuestra boca y cuyos nutrientes se adecuaran tan saludablemente a nuestras células?

Por cierto, los campos cubiertos de cereales no validan el argumento moral de la existencia de Dios, así como el aroma inconfundible de las orquídeas no invalida el materialismo a priori. Hay que admitir que las luminosas puestas de sol revelan los límites de la lógica y la razón para conocer el amor de Dios. Y aun un bebé en su admirable inocencia no demuestra que Cristo murió en la cruz por nosotros. Reconozcamos los límites de estos argumentos; pero no les neguemos su importancia y su peso.

“Pregunta a las bestias o a las aves: ellas te pueden enseñar. También a la tierra y a los peces del mar puedes pedirles que te instruyan. ¿Hay alguien todavía que no sepa que Dios lo hizo todo con su mano? En su mano está la vida de todo ser viviente” (Job 12:7-10, VP).

Clifford Goldstein es el redactor de la Guía de Estudio de la Biblia para Adultos. Este ensayo ha sido adaptado de su libro God, Gödel, and Grace: A Philosophy of Faith (Hagerstown, Maryland: Review and Herald Publ. Assn., 2003). Publicado con permiso.

REFERENCIAS

1. Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea (Londres: J. M. Dent, 1955), p. 4.

2. Ibíd.

3. George Berkeley, On Principles of Human Knowledge, extractado en The Speculative Philosophers (Nueva York: Random House, 1947), p. 254.

4. San Agustín, The City of God (Nueva York: Doubleday, 1958), p. 217.

5. Íd., p. 254.

Fuente: "Dialogo Universitario".

5 jun 2009

No sentimientos, sino fe

Por: Elena G. White

Examinaos a vosotros mismos, para ver si estáis en la fe”. Al leer esto, algunas almas concienzudas comienzan a criticar inmediatamente sus sentimientos y emociones. Pero no es esta una autoevaluación correcta. No hemos de examinar los irrisorios sentimientos y emociones. La vida y el carácter solo han de ser medidos por la única norma del carácter: la santa ley de Dios. El fruto da testimonio del árbol. Nuestras obras, no nuestros sentimientos, dan testimonio de nosotros.

Los sentimientos, sean alentadores o desalentadores, no deberían constituir la prueba de la condición espiritual. Por la Palabra de Dios hemos de determinar nuestro verdadero estado ante él. Muchos se sienten desconcertados en este punto. Cuando están felices y gozosos, piensan que son aceptados por Dios. Cuando en cambio se sienten deprimidos, piensan que Dios los ha abandonado.

Recibamos la misericordia divina

Dios no mira con favor a los que con confianza propia exclaman: “Estoy santificado; soy santo; no tengo pecado”. Estos son fariseos sin fundamento para tal afirmación. Los que, como resultado de sus sentimientos de completa indignidad, apenas se atreven a elevar sus ojos al cielo, están más cerca de Dios que los que aducen ser tan piadosos. Ellos están representados por el publicano que, golpeándose el pecho, oraba: “Dios, sé propicio a mí, pecador”, y regresó a su casa justificado, a diferencia del fariseo lleno de justicia propia.

Pero Dios no desea que andemos por la vida desconfiando de él. Le debemos al Padre celestial una visión más generosa de su bondad que la que le asigna nuestra manifiesta desconfianza de su amor. Tenemos una prueba de su amor; es una prueba tal que maravilla a los ángeles y está mucho más allá de la comprensión del ser humano más sabio. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados”. Aunque éramos pecadores, Dios dio a su hijo para morir por nosotros. ¿Podemos dudar acaso de su bondad?

Jesús hace la diferencia

Contemplad a Cristo. Descansad en su amor y misericordia. Esto hará que vuestra alma aborrezca todo lo pecaminoso y la inspirará con un deseo intenso de la justicia de Cristo. Cuanto más claramente veamos al Salvador, más claramente discerniremos nuestros defectos de carácter. Confesad vuestros pecados a Cristo, y con verdadera contrición cooperad con él dejando vuestros pecados de lado. Creed que han sido perdonados. La promesa lo afirma: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad”. Tened la seguridad de que la Palabra de Dios no fallará. Fiel es el que prometió. Es vuestro deber tanto confesar vuestros pecados como creer que Dios cumplirá su Palabra y os perdonará.

Fe en las promesas

Ejerced fe en Dios. ¡Cuántos hay que van por la vida bajo una nube de condenación! No creen en la Palabra de Dios. No tienen fe en que él hará lo que ha prometido. Muchos que anhelan ver que otros hallan descanso en el amor perdonador de Cristo no lo aceptan para sí mismos. ¿Pero cómo podrían llevar a otros a mostrar la fe simple de un niño en el Padre celestial, cuando miden el amor de Dios según sus sentimientos?

Confiemos implícitamente en la Palabra de Dios, recordando que somos sus hijos e hijas. Alistémonos para creer en su Palabra. La duda hiere el corazón de Cristo, cuando nos ha dado tantas evidencias de su amor. Dio su vida para salvarnos. Él nos dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es fácil y ligera mi carga”.

¿Creéis que él cumplirá lo que ha prometido? Entonces, después de cumplir sus condiciones, abandonad ya la carga de nuestro pecado. Entregadla al Salvador. Dadle a él vuestra confianza.


Este artículo es un extracto del que apareció en la Advent Review and Sabbath Herald, ahora la Adventist Review, del 21 de mayo de 1908. Los adventistas creemos que Elena White ejerció el don bíblico de profecía durante más de setenta años de ministerio público

Fuente: "Spaninish Adventist World", Junio 2009

20 abr 2009

La Biblia, la ciencia y la televisión

Primero de una serie de artículos sobre la controversia ciencia-religión, nos introduce en cómo influyen los medios de comunicación en la opinión pública para que apoye o rechace la historia bíblica, el evolucionismo u otros temas conflictivos.


Frecuentemente la Biblia y las creencias bíblicas tradicionales son presentadas en programas científicos y documentales, en la televisión o en DVD. Muchos creyentes, incluyendo padres, profesores y estudiantes, se ven confundidos por las presentaciones de importantes científicos, arqueólogos e historiadores que cuestionan las explicaciones tradicionales o la validez de ciertas afirmaciones de la Escritura.

De acuerdo con estos expertos, no existe ningún indicio histórico o arqueológico para Moisés, el Éxodo o el cruce del mar Rojo, los israelitas nunca fueron un pueblo esclavo en la tierra de Egipto, y mucho menos conquistaron Canaán. Rechazan a David y Salomón como figuras históricas, y consideran que gran parte del relato bíblico concerniente al tiempo de los jueces y los profetas es sólo un elaborado compendio de historias, preparadas por escribas hebreos para establecer el espíritu de la nación judía.

Los nuevos documentales y programas televisivos sobre la Biblia y la historia antigua son presentados en forma vívida, con entrevistas y acción directa recreando la vida en el pasado, proporcionando de esta manera una escena más verosímil que la del relato bíblico. Frecuentemente estas recreaciones desafían la interpretación tradicional de la historia bíblica con “nuevas respuestas provocativas”, las cuales van dirigidas a sacudir el fundamento de nuestra fe en la fiabilidad del Antiguo Testamento. Una mirada detallada a estos documentales y programas permite ver que la información que presentan no está libre de problemas y fallos. Los padres, profesores y estudiantes deberían observar estos programas con una mente crítica y evaluadora, que considere la ciencia y la Biblia como dos importantes fuentes de información histórica y, al mismo tiempo, reconozca las limitaciones de nuestra capacidad de interpretación. Debido a la naturaleza de mi trabajo científico, tengo la oportunidad de estudiar el mismo material y bservar los mismos o similares descubrimientos que se presentan en la televisión en elaborados documentales. En general compruebo que muchas de la afirmaciones que se hacen delante de la cámara son cuestionables por su parcialidad, la falta de suficientes pruebas o la excesiva
influencia de Hollywood en la presentación y en el énfasis. Una demostración de estos puntos
requeriría la presentación de varios ejemplos de documentales y su evaluación detallada, lo
cual está fuera del alcance de esta revista. Sin embargo, me gustaría sugerir a aquellos lectores que creen que su fe en la Biblia se ve cuestionada por la información presentada en los medios de comunicación, que presten atención a algunos aspectos significativos de estos documentales.

La ciencia como un dios

La forma en que se presentan los descubrimientos y las interpretaciones científicas sugiere que éstas están muy por encima y son más precisas que las viejas historias de la Biblia. Al mostrar
la sofisticada tecnología y metodología utilizadas en estas investigaciones, el espectador tiene la impresión de que los científicos están “excavando” la verdad, convirtiendo así la ciencia en infalible. El espectador debe recordar que la misma tecnología es usada por científicos y arqueólogos con postulados completamente opuestos, y que su utilización no convierte una idea o
interpretación en más válida que otra.

Selección de las pruebas

Éste es un sesgo muy frecuente en las presentaciones científicas, especialmente en aquéllas que tocan aspectos relacionados con la historia bíblica. El famoso libro El Código Da Vinci (recientemente llevado al cine) es un ejemplo del uso parcial, equivocado y selectivo de indicios históricos y bíblicos, generalmente entremezclados con un énfasis en el descrédito de la Escritura. En los programas televisivos, las pruebas contradictorias con las ideas de los investigadores representados son descartadas o
simplemente ignoradas. Este prejuicio no sólo se da en referencia a ideas bíblicas, sino también
en lo tocante a ideas científicas que no son “populares”. Como ejemplo mencionaré la
predominancia de la idea de la extinción de los dinosaurios por un impacto meteorítico, lo cual
se presenta no sólo como la única idea aceptada por los científicos, sino además como confirmada.
Esto está lejos de la realidad, pues no sólo hay desacuerdo entre los científicos, sino que además hay muchos detalles que no encajan en el modelo. Pero esos desacuerdos y contradicciones no se presentan en los documentales, los cuales son editados con una selección minuciosa de pruebas.

Selección de las palabras

En los documentales en la televisión, generalmente se oyen las palabras “hechos”, “pruebas”, “demostrado”, “comprobado”, “científico”, “real”, “realidad”... en las declaraciones de los seleccionados científicos que intervienen. El uso selectivo del lenguaje de completa afirmación o totalidad confiere un aura de seguridad y veracidad al oyente, que tiende a creer que las ideas asociadas a dicho lenguaje son más verosímiles. Esos mismos científicos suelen menospreciar las ideas alternativas (creacionistas, religiosas, tradicionales o de cualquier tipo que
no sea la naturalista) con palabras como “ideas primitivas”, “leyendas”, “mitos”, "pseudocientíficas”, etcétera. Sin embargo, la categorización de las ideas no las convierte en más o menos verosímiles, y el lector de la Escritura debe tener cuidado, para no dejarse «llevar por quienes le quieren engañar con teorías y argumentos falsos, pues ellos no se apoyan en Cristo, sino en las tradiciones de los hombres y en los poderes que dominan este mundo».1

Ausencia de ideas alternativas

En estos programas de televisión, las ideas, interpretaciones y explicaciones alternativas son
generalmente rechazadas sin ser ni siquiera menrcionadas. Esto incluye tanto a las interpretaciones tradicionales y fieles al relato bíblico, como a otras explicaciones científicas que
puedan considerar en lo más mínimo una posibilidad de acción divina. En general, hay una ausencia de equilibrio en las ideas presentadas, con la abrumadora presencia de eruditos liberales y la ausencia casi total de eruditos conservadores y creyentes en la Biblia, excepto cuando es para ridiculizarlos. Es cierto que el mundo académico actual está dominado por aquellos que cuestionan la veracidad de la Biblia, pero todavía quedan muchos en esos círculos que afirman con firmeza su fe en la Escritura y que la sostienen con poderosos argumentos. A veces, como el profeta Elías, tendemos a sentirnos solos e indefensos en medio de la argumentación pagana y atea, cuando en realidad hay «siete mil personas que no se han arrodillado ante Baal, ni lo han besado».2

Predominio del naturalismo

El avance de la ciencia en las últimas décadas ha llevado a muchos eruditos e investigadores a
creer que cualquier evento bíblico o hallazgo relacionado con la Escritura ha de ser interpretado
dentro de un marco exclusivamente naturalista. Se descarta lo sobrenatural como imposible
o innecesario, puesto que hay (o se cree que hay) una “mejor” explicación materialista. Al mismo
tiempo, se supone y se deja implícito que las personas educadas e inteligentes no han de creer en
lo sobrenatural. Los documentales televisivos y los artículos de las revistas se centran en lo material, natural y potencialmente comprobable por medio de la observación o la experimentación. La acción sobrenatural no se contempla, excepto para asociarla con el oscurantismo de la Edad Media en Europa.

Interpretaciones extrañas de la Biblia

La Biblia no es un libro de texto, ni un compendio de historia, ni un libro con exhaustivas y detalladas explicaciones científicas. Los eventos que se presentan allí no son generalmente
explicados en un marco de causa-efecto, al que estamos acostumbrados en la vida diaria o en el
trabajo científico. El escritor bíblico asume que Dios está en control y conoce las causas. No hay
una intención de buscar una explicación natural o incluso lógica a ciertos eventos del entorno.
Este enfoque no formaba parte de la mentalidad judía. Sin embargo, esto no resta validez al
relato bíblico. Un ejemplo bien conocido es el de las plagas en Egipto, las cuales son producidas
milagrosamente por Dios, pero que se basan en agentes y procesos naturales. El creyente bíblico
señala que Dios produjo los milagros (plagas) utilizando los “materiales” naturales y las leyes
de la física y la química, de una manera que nosotros los humanos no podemos. Los documentales
televisivos generalmente presentan estas plagas como el simple resultado de los agentes
de la naturaleza y de la exageración del escritor. Con frecuencia se entrevista a ciertos investigadores que presentan las “avanzadas” ideas con frases como “tradicionalmente los investigadores creían que… pero ahora los eruditos están seguros de…”, y esto sin haber presentado la idea tradicional de una forma equilibrada y clara. De nuevo el lector cristiano debe ejercer su espíritu crítico y separar la paja del grano. Muchos fieles creyentes bíblicos creen que la televisión es un poderoso agente de destrucción de la fe cristiana, por su oferta de estilos de vida y pensamiento cuestionables y de programas científicos que rechazan la historia bíblica. Algunos optan por ignorar completamente dichos programas, cayendo de esa manera en el mismo error que critican. Los profesores y los pastores, especialmente, deberían evitar esta postura, por-que no les acerca a los estudiantes, quienes de todas formas van a ver los programas, o escucharán la misma información en las escuelas y en la Universidad, y terminarán con preguntas en sus mentes. Por otro lado, no encontramos en la Biblia ninguna pista de que no debamos conocer los argumentos contrarios a nuestra fe, sino más bien lo contrario. El apóstol Pedro exhortó a sus lectores a que «estén siempre listos para explicarle a la gente por qué ustedes confían en Cristo y en sus promesas. Pero háganlo con humildad y respeto».3
Frecuentemente los creyentes olvidamos ambas recomendaciones, la de estar preparados y la de responder con humildad y respeto. Los creyentes no deben sentir que su fe se ve amenazada por las presentaciones, programas o documentales científicos en los medios de comunicación.
Hay abundante evidencia y pruebas que testifican de la validez de la historia bíblica, pero esto no se muestra generalmente en la pantalla o en la prensa. Sin embargo, un ojo crítico y una mente entrenada en la Biblia es capaz, muchas veces, de distinguir entre la verdad y el error.

Referencias
1. Colosenses. 2: 8, Dios Habla Hoy.
2. 1 Reyes 19: 18, Dios Habla Hoy.
3. 1 Pedro 3: 15, La Biblia en Lenguaje Sencillo


El Autor: DR. RAÚL ESPERANTE
Investigador del Geoscience
Research Institute (Loma Linda,
California).


Fuente: Revista Advantista - Publicaciones Adventistas.com

13 mar 2009

La hendidura en la Roca

Cómo ver a Dios en los momentos más oscuros.

U
no de los himnos que nos gusta cantar es el clásico “¡Oh, qué Salvador!”, escrito por la renombrada Fanny J. Crosby. 
El coro dice:

“Me escondo en la Roca que es Cristo, el Señor
Y allí nada ya temeré;
Me escondo en la Roca, que es mi Salvador,
Y en él siempre confiaré.”*

Aparentemente, la autora se inspiró en la experiencia de Moisés en el Sinaí, según se relata en el libro de Éxodo. En mi caso particular, no entendía del todo la letra de este himno. Entonces decidí tomar una vieja, amada y ya gastada Biblia que heredé de mi fallecido padre y, con la ayuda de la Concordancia Strong de la Biblia realicé una exégesis de la 
narrativa de las Escrituras.

Me emocioné

El pasaje principal que se relaciona con este himno en particular se encuentra en Éxodo 33:21, 22:
“Luego dijo Jehová: Aquí hay un lugar junto a mí. Tú estarás sobre la peña, y cuando pase mi gloria, yo te podré en la hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado”.

Tengo que admitir que este pasaje produce un efecto asombroso sobre mí. A pesar de ello, creo que lo que se destaca del resto (al menos para mí) tiene que ver con la posibilidad de percibir “la gloria de Dios”.


Creo que “ver su gloria” significa,
en esencia, ser perdonados y
restaurados.



Las Escrituras revelan explícitamente que una de las maneras de conocer a Dios implica exponernos a sus caminos (Éxo. 33:13). La gloria de Dios es exhibida en su carácter. En Éxodo 33:18, Moisés le pidió a Dios que le mostrara su gloria. Entonces Dios le dijo: “Yo haré pasar toda mi bondad delante de tu rostro y pronunciaré el nombre de Jehová delante de ti, pues tengo misericordia del que quiero tener misericordia, y soy clemente con quien quiero ser clemente; pero no podrás ver mi rostro –añadió–, porque ningún hombre podrá verme y seguir viviendo” (Éxo. 33:19, 20). Y luego agregó Dios: “Aquí hay un lugar junto a mí. Tu estarás sobre la peña, y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado” (Éxo. 33: 21, 22).
Estos pasajes presentan a Dios como un ser misericordioso y justo. Éxodo 34:7 indica que el perdón cubre tres facetas de nuestra caída espiritual: la iniquidad, la transgresión (rebelión) y el pecado.

En hebreo, “iniquidad” (avon) significa apartarse de la verdad; “transgresión” (peshá) significa rebelión; y pecado (jatá) significa apartarse del camino. Todos estos términos presentan un contraste con el arrepentimiento (en hebreo: nojam, penitencia, pesar; y en griego: metanoia, cambio de mente, conversión).

Caída y restauración

Al reflexionar sobre esta maravillosa epifanía presenciada por Moisés, me di cuenta que conocer a Dios es proporcional a los beneficios de su bondad, que implican disfrutar de su gracia y misericordia infinitas. Él es paciente y compasivo con los que buscan arrepentimiento y renovación. Por otro lado, Dios no ignora la obstinación y temeridad de los malvados; ellos recibirán el castigo que se merecen. Es para nuestro bien por lo tanto, buscar su perdón infinito.

Pero, ¿qué significa realmente ser perdonado?

El Señor mismo revela que la caída espiritual de una persona pasa por al menos tres etapas. En la primera, la persona creyente o incrédula, mostrará la tendencia a apartarse de la voluntad de Dios o de cuestionar la validez y practicidad de las Escrituras. Como resultado, hará caso omiso de la suprema autoridad divina y, en esencia, vivirá en rebelión. Finalmente, será hallada culpable y llegará a estar más allá de toda redención, a menos que se produzca un quiebre en esta conducta descendente.
Si bien nuestro pasaje principal señala un fenómeno literal, podríamos extraer un significado simbólico. Por ejemplo, cuando resistimos conscientemente los ruegos de Dios, nuestros corazones pueden ser tan obstinados como el del faraón y duros como una roca (véase Éxo. 4:21; 7:3), pero cuando permitimos que Dios nos quite el corazón de piedra, entonces, a través de la hendidura, por así decirlo, podremos ver la gloria de Dios. Y creo que “ver su gloria” significa, en esencia, ser perdonados y restaurados.
En su benignidad, el Señor está siempre listo para interrumpir nuestra caída descendente, y las vidas de José y Moisés dan testimonio de esta clase de intervención milagrosa. En cierto momento de sus vidas, ambos estaban llenos de orgullo e impulsividad (véase Gén. 37:2-11; Éxo. 2:11, 12). Sin embargo, de manera misteriosa, Dios los transformó (Gén. 41:16; Éxo. 3:11), lo que se hizo evidente en los frutos que dieron sus vidas (Gén. 45:5; Deut. 33:3).
A pesar de ello, no todos experimentan arrepentimiento y conversión genuinos después de estar expuestos a la gloria de Dios. Al igual que José y Moisés, el faraón también era orgulloso e impulsivo (Éxo. 5:2-9). Dios también obró en él, y estuvo muy cerca de arrepentirse (Éxo. 12:31, 32). Desafortunadamente, después de ser testigo presencial de las maravillas de Dios, el orgullo del faraón lo volvió más obstinado aún (Éxo. 14:6-9).

Veamos su gloria


Deberíamos considerar nuestras creencias y motivos a la luz de la inspiración que recibimos de las Escrituras. Deberíamos retornar a la verdad si hemos sido tentados a dudar de la Palabra de Dios, y someternos plenamente a su autoridad en lugar de vivir meramente para nosotros mismos. Cuando lo hagamos, tendremos que permanecer en su presencia, a pesar de la atracción de los placeres mundanos y la influencia de la razón humana. Pero si de manera consciente y persistente nos resistimos frente al amor inquebrantable de Dios, sufriremos la consecuencia final de la separación de él: la muerte eterna.
Recordemos, sin embargo, que Dios no se complace en la muerte de los malvados (Eze. 33:11) sino que quiere rescatarnos si se lo permitimos. Los momentos más difíciles y de mayor desafío de nuestras vidas pueden hacer que lo conozcamos mejor. Como sucedió con José en la cárcel y Moisés en el desierto, las respuestas no serán fáciles. Pero hallaremos que las preguntas sin aparente respuesta nos guiarán providencialmente a escudriñar nuestra alma y, eventualmente, a la restauración.
Permitamos entonces que el Señor cubra nuestros rostros con su mano derecha. Y cuando pase a nuestro lado, podremos ver las terribles cicatrices de su espalda. Entonces, al mirar por “la hendidura de la roca”, veremos que esas cicatrices son una clara evidencia de su gloria.

* Himnario Adventista, No. 147.