5 dic 2009

¡Qué hemos hecho!

Hablemos de Jesús y de lo que hizo por nosotros

Por:

Nuestra imagen mental de Jesús suele inclinarse hacia su lado humano. Después de todo, fue un hombre. Hemos visto miles de imágenes de Jesús creadas por los artistas: lo hemos visto jugando con los niños, hablando con los médicos, o mirando a la “cámara” o al horizonte.
Pero los que documentaron su ministerio terrenal en los Evangelios también dejaron en claro que en el Jesús humano que caminó entre nosotros caminó también Dios en la carne. La divinidad de Jesús es producto de conceptos extraordinarios que nos dejan atónitos. Nos trasladan al comienzo del mundo, cuando “Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra” (Gén. 1:1).* ¿No requiere la divinidad de Jesús que él también haya tomado parte en dar existencia a este planeta?

Sin duda que sí. Pablo proclama enfáticamente que Jesús, “siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse” (Fil. 2:6). Juan también afirmó que “era Dios” y que “por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir” (Juan 1:1-3).
Esto incluye todo el universo. Imaginemos entonces leer el Génesis de la siguiente manera: “Jesús, en el principio, creó los cielos y la tierra”. Y “Jesús también hizo las estrellas” (véase Gén. 1:16).1

Esta idea transforma nuestra imagen del bebé que nació de María, del único Dios-hombre. Aun así, los apóstoles expresan la verdad ineludible de que el que creó el universo, incluyendo nuestro planeta y sus habitantes, sufrió y murió en una cruz en las afueras de Jerusalén para salvarnos de nuestros pecados.2
¡Qué sacrificio! ¡Qué amor! Nos pone de rodillas en completa humillación por lo que hemos hecho.

Lo que él hizo


Regresemos a la idea de la creación y pensemos que Jesús creó todo el universo, para mirar más de cerca sus maravillosas obras. A fin de entender este concepto, usemos uno de los ardides de la ciencia ficción. Imaginemos que somos astronautas y que tenemos el privilegio de explorar el universo creado por Jesús.
Nuestro trasbordador espacial ingresa a la órbita de la tierra, y pronto somos transferidos a una nave estelar para emprender una travesía intergaláctica. Una vez a bordo, nos reclinamos en cómodos asientos y pronto partimos a la velocidad de la luz (18 millones de kilómetros por minuto).

A esta fantástica velocidad pasamos el sol en menos de nueve minutos y Plutón en solo cinco horas y media. Continuamos por el espacio, y tenemos que viajar cuatro años y medio para pasar junto a Alfa Centauro, la estrella más cercana. Sin embargo, pasarían otros cien mil años antes de atravesar la Vía Láctea, y otros dos millones de años antes de siquiera acercarnos a la gran galaxia de Andrómeda, que se sabe tiene cien mil millones de soles. Pero solo habríamos comenzado, porque más allá de Andrómeda se encuentran al menos otros dos mil millones de galaxias, y cada una contiene miles de millones de soles.

Y, según las Escrituras, el que conocemos como Jesús de Nazaret creó todos estos vastos sistemas.
No es de asombrar que el salmista exclamara: “Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que allí fijaste, me pregunto: ¿Qué es el hombre, […] para que lo tomes en cuenta?” (Sal. 8:3, 4).
¿Por qué el Creador de todos esos magníficos sistemas solares se interesaría en una raza de micro rebeldes humanos que viven en una mota de polvo llamada Tierra, en un extremo remoto del universo? La Biblia dice: es por AMOR, un amor divino que es más vasto pero más específico que lo que nuestras mentes finitas pueden entender.

Miríadas de gigantescos soles,
Por el vacío sin nombre, su órbita trazan,
Por senderos que solo conoce el Omnisciente.
¡Esplendor indescriptible!
Cada masa de fuego aclama con voz inaudible:
“Dios me creó”.

En el mínimo orbe declara el ser humano:
“¡No hay Dios!”

Pero ese Dios, que afirman que no existe,
Bajó a este mundo desahuciado,
Y MURIÓ por mí. 3

¡Lo que nosotros hicimos!


Acaso la idea más asombrosa es el hecho que Dios haya creado el planeta sabiendo en todo momento que la raza humana eventualmente le quitaría la vida.4 La naturaleza egoísta del ser humano revela con claridad cuán grande es nuestra responsabilidad. De hecho, cada vez que actuamos en forma descomedida con los animales o un ser humano, mostramos a Dios que, de estar en lugar de Adán, también hubiéramos tomado parte en su rebelión abierta contra el Creador.5

Para entender esta terrible verdad, retrocedamos en el tiempo, una vez más en la imaginación, a tres lugares: el Edén, el Getsemaní y el Gólgota. Cuando analizamos lo que sucedió en cada uno de ellos, podemos entender realmente lo que hemos hecho:
Dios sonríe al mostrarnos el magnífico Edén recién salido de su mano creadora. Pero, ¿cómo le demostramos nuestra gratitud? Amenazándolo hasta el punto que suda grandes gotas de sangre mientras clama en agonía a su Padre para que lo libere del tormento. Entonces lo tomamos de la muñeca y lo escupimos. Le colocamos una corona de espinas, golpeándolo una y otra vez para que las púas se claven en su noble frente. Aun así, sigue amándonos, y está dispuesto a morir para salvarnos.

Rasgamos sus ropas, y lo azotamos hasta que la sangre le corre por la espalda. Tomamos esas dulces pero poderosas manos que nos formaron del barro, las arrojamos contra un madero lleno de astillas, y las clavamos para entonces colgarlo como si fuera un espantapájaros.
Y Jesús, que llamó a incontables mundos a la existencia, cuya orden podría movilizar instantáneamente miles de millones de ángeles y quien podría destruirnos con su mirada, exclama: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Luc. 23: 34, RV95).
Colgamos a nuestro Dios entre la tierra y el cielo, con clavos en las manos y los pies. ¡Y allí estamos, aferrados al martillo que introdujo los clavos! ¡Allí estamos, sabiendo que nosotros deberíamos pender de la cruz!

Tenemos que cargar la culpa, porque nuestros pecados aún crucifican a Jesús como lo hicieron las manos crueles de los líderes hace dos mil años. Al igual que Adán, Eva y Caín, queremos hacer las cosas a nuestra manera, en lugar de entregar nuestra vida a la voluntad de Dios. Y este egoísmo aún lo corona con espinas y le atraviesa el costado. Nosotros, y no él deberíamos cargar la culpa.
Pero allí está, colgando de la cruz, en nuestro lugar. Cuelga de la cruz por nuestros –no, en realidad por mis pecados. ¡Muere por MÍ! El entenderlo me produce desesperación y angustia, pero me lleva al arrepentimiento.

Y Dios me perdona. Me sonríe como una vez le sonrió a Adán.
Sí, llevó sobre sí el castigo que debía pagar por mi rebelión. Pendió entre la tierra y el cielo. Tomó mi lugar. Cargó mis pecados. (1 Ped. 2:24). Y ahora me perdona (1 Juan 1:9).
¿Qué hemos hecho? No es siquiera una pregunta relevante. En su lugar deberíamos preguntarnos: ¿Qué ha hecho DIOS? Y he aquí la respuesta: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

*A menos que se especifique lo contrario, las citas bíblicas han sido extraídas de la Nueva Versión Internacional (NVI).

1
To mismo podría decirse, por supuesto, de cada integrante de la Trinidad.
2Filipenses 2:5-8; compárese con Juan 3:16.
3“The Silent Voice”, obra del autor.
4Compárese con Apocalipsis 13:8; 1 Pedro 1:18-20.
5Véase Isaías 53:4-6.



Fuente: Spanish Aadventist World. Diciembre del 2009

No hay comentarios: