El tamaño de algo se determina por unidades de medida, las que varían dependiendo del objeto que medimos. El oro se mide en onzas o gramos; el carbón, en toneladas. El petróleo crudo se despacha en barriles, la gasolina refinada se vende por litros o por galones. El tamaño de una caja se define por su longitud, anchura y altura, en centímetros o en pulgadas, y para alfombrar una habitación se habla de metros cuadrados o yardas cuadradas. Como los metros o las yardas son inadecuados para indicar la distancia entre Nueva York y Nairobi, usamos kilómetros o millas. Pero las distancias interplanetarias demandan años luz, y un año luz es igual a la distancia que la luz viaja en un año a la velocidad de 300.000 km (186.000 millas) por segundo. ¡Algo casi impensable!
Pero, ¿qué tamaño tiene tu Dios? ¿Está él tan distante y es tan infinito que el espacio y el tiempo no significan nada para él? ¿Es él tan trascendente que podemos reconocerlo como la base moral o la causa primera del universo, y luego dejarlo solo con su grandeza, y seguir nuestras vidas sin referencia a su existencia o a sus demandas? ¿O se halla tan cercano, tan inmanente, tan involucrado en la vida y sus miríadas de movimientos que vive en ese árbol o se lo encuentra en esta piedra o es una parte de todo lo que existe, una especie de ser panteísta, y lo hacemos como uno de nosotros? Y todo esto, ¿tiene realmente sentido, después de todo?
Para el salmista, el asunto del tamaño de Dios era de importancia. “¿A dónde me iré de tu espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiera a los cielos, allí estás tú; y si en el seol hiciera mi estrado, allí tú estás. Si tomara las alas del alba y habitara en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano y me asirá tu diestra” (Sal. 139:7-10). Reflexiona sobre esto, y tendrás una idea del infinito: no del tipo matemático, donde el infinito está más allá de lo alcanzable, sino de la dinámica espiritual, en la cual Dios puede ser a la vez trascendente e inmanente; infinito, pero puede amar lo suficiente como para identificarse con las necesidades y preocupaciones humanas. Por ello David se asombra y siente contentamiento: Dios está en el cielo omnipresente, omnisciente, omnipotente y sin embargo lo suficiente interesado como para que podamos decir: “Me asirá tu mano”.
En este mismo asombro y contentamiento reside uno de los desafíos más grandes que confrontamos como cristianos con respecto a Dios: la tentación de considerar a Dios desde el punto de vista de nuestras limitaciones y cuestionar su poder y fortaleza.
Resistamos la tentación
Pero los cristianos que aceptan la Biblia como revelación de Dios para la humanidad no están sin ayuda para resistir tal tentación. La Biblia habla de la revelación última que Dios realiza en la persona de Jesús, en quien lo finito y lo infinito se fusionan. En él lo divino y lo humano, el totalmente Otro y Aquel que se identificó con nuestras debilidades y fragilidad, se unieron para mostrar que la vida puede vivirse en estrecha relación con Dios, sin diluir su infinitud magnífica.
Jesús demostró el poder de Dios en su vida, muerte y resurrección, poder que tocó y transformó la vida de sus discípulos. El tímido y atropellado Pedro llegó a ser el predicador intrépido del día de Pentecostés. El Tomás que dudaba buscando una evidencia científica y una prueba sensorial, cuando el Jesús resucitado lo confrontó, cayó a sus pies en humildad, exclamando: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28).
Pero la timidez de Pedro y la duda de Tomás no eran exclusivas de ellos. Pareciera que los cristianos de todas las épocas han tenido y tienen dificultades para creer en todos los aspectos de la revelación de Dios, si carecen de un apoyo aceptable. Por ejemplo, considera las palabras proféticas de Apocalipsis 1:7: “He aquí que viene con las nubes: todo ojo lo verá”. Algunos preguntan: ¿Cómo pueden todos los habitantes de la tierra ver la venida de Jesús al mismo tiempo, dado el hecho de que la tierra es redonda? Una pregunta científica, es cierto, pero que ignora el hecho de que en este caso nos confrontamos con un evento divino, y no debemos entender a Dios en términos de las limitaciones humanas. Considera que aun nosotros, los humanos, hemos desarrollado en nuestros días la capacidad tecnológica de lograr que un acontecimiento determinado sea visto alrededor de la tierra al mismo tiempo. No estoy sugiriendo que Cristo usará satélites y la televisión para difundir su segunda venida. Pero me refiero a que si los seres finitos han logrado diseñar un sistema mediante el cual un incidente sobre esta tierra puede verse simultáneamente por todos sus habitantes, ¿por qué limitaremos a un Dios infinito al decir que él no puede lograrlo de la manera que él mismo escoja? ¿Qué tamaño tiene tu Dios?
El poder de Dios y la creación
Una área en la que se observa en forma especial este problema de limitar el poder de Dios es el origen de la tierra y de la vida sobre ella. Los científicos afirman que esta tierra, junto con muchas galaxias y planetas, fue el resultado de la explosión de alguna masa de origen desconocido, y que la vida se desarrolló eventualmente cuando se produjeron las condiciones adecuadas. Pero la teoría de la evolución no es tan científicamente sólida como se hace creer a mucha gente y varios trabajos eruditos han señalado los problemas de la teoría de la evolución (ver recuadro).
Existe una diferencia filosófica básica entre un científico que apoya el evolucionismo y uno que cree en la creación. La ciencia trata acerca de los fenómenos naturales. La teoría de la evolución explica el origen del planeta Tierra y la vida sobre él, usando las leyes naturales cuyos efectos se observan en el mundo. El problema es que hay brechas significativas que no pueden salvarse con ninguna ley conocida o fenómeno observado. Por ejemplo, la antiquísima pregunta. “¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?”. Todo pollo sale de un huevo que se empolla, y cada huevo es puesto por una gallina. La aparición del primer huevo o la primera gallina, de cualquier otro modo, no es natural, ¡para decir lo mínimo! Los científicos creacionistas señalan esto y dicen que la ciencia sólo puede considerar las leyes naturales que fueron establecidas como parte de una creación sobrenatural. Esto se entiende mejor si comparamos la fabricación y el mantenimiento de un automóvil. Así como las herramientas que son totalmente satisfactorias para arreglar un vehículo son inadecuadas para su fabricación, las leyes científicas que sirven apropiadamente para comprender el funcionamiento y el mantenimiento de este mundo son inadecuadas para dar cuenta de su origen.
La primera ley de la termodinámica, que trata de la conservación de la energía, afirma que los procesos naturales no pueden crear ni destruir la energía, sino que sólo pueden convertir la energía de una forma en otra. Esto fija una limitación importante a la naturaleza. Como la materia es una forma de energía, la naturaleza no puede dar razón de la energía total del universo, incluyendo la materia; de allí la necesidad de lo sobrenatural. ¿Podría esto sobrenatural ser el Dios Creador, revelado más específicamente en Jesucristo?
Los que creen que la Biblia es la revelación de Dios no deberían sorprenderse si cualquier determinación científica de la edad de la tierra no guarda consistencia con la historia de la creación. El acto de la creación implica un acontecimiento sobrenatural que dio como resultado una tierra madura, completamente desarrollada, con sus habitantes al final de la semana de la creación. Cualquier método para datar la tierra científicamente involucra suposiciones de condiciones y procesos naturales, y no dará resultados que apoyen una base de creación sobrenatural.
Como Dios creó este mundo en forma sobrenatural, ningún método de datación científica de la tierra, aun en los días de Adán, podría dar resultados que estuvieran en armonía con la creación. La entrada del pecado cambió la perspectiva de la humanidad y ha puesto límites a la comprensión humana. Aquí es donde entra la fe. “Por la fe comprendemos que el universo fue hecho por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía... Pero sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que lo buscan” (Heb. 11:3, 6).
Se necesita precaución
Lo que hemos considerado hasta ahora nos advierte que debemos ser cuidadosos al buscar, desde nuestra perspectiva humana, poner un límite a la persona y el poder de Dios. No podemos medir ni comprender a Dios desde el punto de vista de nuestra inadecuación. Tampoco podemos apreciar completamente el papel de Dios en esta tierra y su historia, desde la perspectiva limitada de nuestra inteligencia. Podemos pensar, sondear, inquirir, analizar —en realidad Dios nos anima a hacerlo–, pero llega un punto en el que nos confronta el vasto abismo entre lo finito y lo infinito. Lo finito no puede abarcar o comprender plenamente lo infinito; lo finito sólo puede creer. Allí es donde la fe viene a nuestro rescate. Y mientras estudiamos y teorizamos, los que afirman su fe en Dios confesarán humildemente que no todas las cosas son claras todavía. “Ahora vemos por espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).
¿Qué tamaño tiene tu Dios? ¿Es suficientemente grande para darle sentido a la vida, aunque no podamos comprender todos los misterios involucrados en ella? ¿O es tan pequeño que la vida llega a ser un viaje tortuoso, vapuleada de aquí para allá, de la vacilación a la duda y de la duda a la desesperación? La elección es tuya.
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E. Theodore Agard (Ph. D., University of Toronto) sirvió por muchos años como físico de radiaciones y oficial de seguridad de radiaciones en el Kettering Medical Center, Dayton, Ohio. Continúa investigando, escribiendo y dando conferencias. Su dirección: P.O. Box 678425; Orlando, Florida, 32867-8425; E.U.A. E-mail: etagard@mciworld.com
Fuente: Dialogo Adventista, Vol. 12, Numero 2, 2000