3 sept 2010

El síndrome de Agar

Por: Roberto Badenas.

Reflexiones para solitarios eventuales y crónicos.

¿Quién es esta joven que se esconde junto al pozo? El texto la llama “Agar”, un extraño nombre cargado de misterio. Porque no es egipcio, como ella, ni hebreo como sus amos, sino árabe.

Y su etimología incierta podría designar tanto un lugar solitario, una montaña (Gál. 4: 25), como un simple apodo: “la extranjera”, “la forastera”, o la “fugitiva”. ¿Qué hace Agar al borde del pozo sola y encinta, en pleno desierto? Llorar de miedo y de rabia.

Agar es una pobre esclava egipcia evadida del clan de un rico beduino iraquí, perdida a la deriva en un mundo cruel. Agar ha cometido errores. Ha ofendido a su dueña faltándole al respeto en público. Pero ella también se ha sentido usada y abusada por sus dueños, el rico Abrahán y su esposa, esa hermosa dama a la que todos se dirigen sin nombrarla con el tratamiento de Sarai, “Mi princesa”… Abrahán no tendría que haber consentido que Sarai maltratase a su criada.

Agar había sido contratada como madre de alquiler… La primera en la historia de la que sepamos el nombre. Pero ahora se arrepentía de ello y no estaba dispuesta a cumplir su contrato. Por eso huye, en medio de la noche, dolida por el resentimiento, espantada por el miedo y cegada por sus lágrimas.

Agar huye por el camino de Shur rumbo a Egipto, su presunta patria. Pero no sabe dónde va ni qué va a ser de ella. Agar espera, como todos cuando algo va mal, poder contar al menos con el apoyo de los suyos. Necesita con urgencia un lugar donde acogerse, alguien que la escuche y la ayude a salir del atolladero en el que se ha metido. Pero Agar no tiene hogar. Está sola en el mundo. No tiene nada más que un bebé en gestación, demasiado pequeño para hacerle compañía, y una pena demasiado grande para llevarla sola.

El sueño
Las cosas, sin embargo, hubieran podido ser diferentes. Agar había soñado cambiar su triste suerte de esclava por la de princesa. Sí, princesa ella también, como su detestada ama. Su vida de
sirvienta en el clan de Abrahán no había sido tan dura desde el día en que fue ofrecida en Egipto como regalo a sus dueños (Gén. 12: 16). Qué había pasado en Egipto entre el Faraón y la bellísima Sara nadie lo tenía claro (cf. Gen. 12: 10-20). Ni siquiera Abrahán.

En el campamento, circulaban rumores que Agar no llegaba a entender. Lo único seguro es que era esclava de Sara, y que su dueña no tenía otra obsesión que darle un hijo al patriarca. Y así fue como un día el ama le propuso hacerse madre de alquiler. Le había confesado: “Dios nos ha prometido una gran descendencia. Como la arena del mar. Como las estrellas del cielo. Pero yo ya soy mayor para ser madre. Tú nos gestarás nuestro hijo a cambio de lo que quieras, y ese niño será el heredero del clan y de las promesas divinas”. Y así fue como Agar se convirtió, en realidad, en madre de alquiler y, en apariencia, en la concubina del jefe.

Cuando vino el esperado embarazo, Agar pasó, de la noche a la mañana, de la condición de esclava a la de futura madre del heredero del clan. Un sueño demasiado grande para una sirvienta como ella. Convertirse en la esposa del jefe era algo tan inimaginable que empezó a marearla. Quizá por eso los delirios de grandeza le hicieron envanecerse. Porque –pensaba la joven– el día en que la vieja Sara se muriera, ella, Agar, ocuparía el puesto de reina madre. Y el hijo que llevaba en su seno –y ella deseaba por encima de todo que fuera un varón– se convertiría, a su tiempo, en el jefe de la tribu. Pero ese hermoso sueño acabó en pesadilla.

La pesadilla
Agar se equivoca en sus ilusiones de destronar a Sara del corazón de Abrahán. Ni su juventud, ni su belleza exótica, ni siquiera su fertilidad le bastan para seducir al jefe. Y la vieja princesa estéril está cada vez más celosa de su sirvienta encinta y soporta peor sus desprecios. La esclava se equivoca de táctica. Ofender públicamente a su dueña no hace más que precipitar los acontecimientos. Así que, en lugar de la gran promoción esperada, Agar cosecha maltratos y vejaciones.

Por eso, antes de que llegue el despido, hace lo que hacemos también nosotros cuando nos sentimos mal con nosotros mismos o con nuestro entorno a causa de nuestros errores: huir. Agar huye llevándose con ella todo lo que tiene en el mundo: un fardo a las espaldas y un bebé en sus entrañas. Su hijo será para ella sola. Nadie la obligará a cumplir su contrato. La ruta hacia Shur, entre Cadesh y Bared, es un camino polvoriento y solitario a través del desierto. Pero la soledad es allí preferible para Agar que cualquier encuentro.

Porque una esclava sin dueño, una mujer encinta sin marido, una muchacha sin familia en tierra extranjera, es alguien a disposición del primer desaprensivo que se lo proponga. Agotada por el cansancio, angustiada por el miedo, Agar no puede más y se detiene a beber un poco de agua en ese manantial sin nombre. Quisiera poder descansar, pero sabe que en cuanto amanezca será muy fácil descubrirla. Agar contempla su indecisa imagen en el fondo del pozo y se ve a sí misma en el fondo de un abismo.

De pronto, una voz desconocida a sus espaldas la sobresalta: “Agar, sierva de Sara”. Alguien la ha reconocido. Agar no ve a nadie y se pone a temblar de pánico ante el visitante invisible que parece haberla seguido y que el texto identifica con “el ángel del Eterno”. Éste le dirige sin más preámbulos dos preguntas irritantes: “¿De dónde vienes y adónde vas?” (vers. 8). Preguntas que también nos molestan a nosotros cada vez que nos encontramos en una situación parecida. Es decir: “¿Qué has hecho?” y “¿Qué piensas hacer ahora?” Agar sabe muy bien de dónde viene.

Pero, en rea - lidad, no sabe adónde va. Como intuye que no se puede engañar a los ángeles, la fugitiva responde a la primera pregunta con toda franqueza: “Me he fugado lejos de Sara, mi dueña… No podía más” (vers. 8). Inesperadamente, Agar se encuentra frente a alguien con quien puede compartir sus problemas. Después de una conversación de la que ignoramos casi todo, el ángel anima a la asustada joven a hacer precisamente las dos últimas cosas que quisiera hacer en ese momento: “Regresa a casa de tu dueña y sométete a ella”. Es decir, sé realista. Cumple tu contrato. Vuelve a donde perteneces y haz las paces. No te pierdas huyendo. Atrévete a resolver tus conflictos y no te autodestruyas.

A renglón seguido, en un lenguaje bíblico al que Agar no está acostumbrada, el ángel le promete a ella, la esclava, lo mismo que le había prometido a su amo: «Multiplicaré tu descendencia, y ésta será tan numerosa que no la podrás contar. Tu bebé es un niño y lo vas a llamar Ismael, que significa “Dios escucha”, puesto que el Señor ha escuchado tu aflicción. Ismael será como un asno salvaje, obstinado y luchador. Se peleará contra todos y todos se volverán contra él. Y habitará en frente de todos sus hermanos» (vers. 10-12). Promesa increíble. La pesadilla de Agar tendrá, a pesar de todo, un final feliz.

El despertar

Allí comienza para Agar una nueva etapa de su vida. Deslumbrada por la revelación del ángel, Agar descubre que el Dios de su dueño hebreo es también el de las esclavas egipcias. Y que este Dios que ha prometido a sus amos un porvenir increíble, también reserva para ella y su hijo un futuro insospechado. Si Abrahán será un día el gran patriarca de los hebreos, Agar será, a su vez, la gran matriarca de los ismaelitas.

Porque ese Dios sorprendente que Agar empieza a descubrir, está por encima de religiones, fronteras y prejuicios humanos. Entonces Agar, sorprendida por la gracia divina, se inventa un nombre nuevo para ese Dios al que apenas conoce: “El Dios que me ve”, (Atta-El-Roi, vers. 13). Y con él le da nombre al pozo de Lachai- Roi, que está todavía entre Kades y Bared. En medio de su soledad, en medio de sus frustraciones, Dios sale al encuentro de Agar para ofrecerle el regalo de su gracia, aportándole lo que más necesitaba en ese momento: sentir que Alguien ve y acepta cuando otros ignoran y rechazan.

El Dios que todo lo ve, cercano y salvador, la ha visto huir hacia su ruina y le ha salido al paso con un mensaje de esperanza. Y es así como Agar recupera de pronto la fuerza de seguir viviendo, la fuerza de hacer frente a las dificultades de su situación y de volver a empezar una vida que no es como ella había soñado. Con la diferencia de que ya no vuelve al clan como concubina de Abrahán, sino como sierva de Sara. No. Su familia no será como ella hubiese querido. Simple madre de alquiler, Agar vuelve resignada a cumplir su difícil contrato y darles a sus dueños el hijo que lleva en sus entrañas.

Porque Agar sabe ahora que Dios tiene un plan para ella y que puede confiar en él. Pero lo que Agar no sabe todavía es que, finalmente, su hijo, entregado temporalmente a sus jefes, acabará quedándoselo ella. Ismael crecerá y se hará fuerte e independiente. Un día abandonarán ambos el clan de Abrahán, y Agar se convertirá en la madre del gran pueblo árabe.

Un mensaje para Agar y compañía

Querido lector, ¿de dónde vienes tú y adónde vas? Nos pregunta el ángel a ti y a mí. ¿Huyes tú también de tus responsabilidades? ¿Has echado a perder tu situación, tu familia o alguno de tus sueños? ¿Te sientes tú también solo, incomprendido, decepcionado, maltratado, despreciado, ignorado, injustamente tratado? ¿Por tu culpa o por la de los demás, qué importa, tus proyectos de vida, tus sueños de futuro, se han desvanecido por la razón que sea y te encuentras de pronto en pleno desierto? Has perdido la esperanza de realizar tu vida tal como te hubiera gustado y ahora te has metido en un camino que no lleva a ninguna parte.

¿Cómo piensas cruzar tu desierto? ¿Hacia qué porvenir incierto te diriges por ahí? Si en este momento estás huyendo de algo, quizá estés sufriendo tú también el “síndrome de Agar”. Detente entonces en “la fuente de Quien te ve”. Déjale poner su mirada sobre ti. Déjale extender el bálsamo de su gracia sobre tus heridas del alma. Déjate impregnar por el alivio de su presencia bienhechora y presta atención a la voz del ángel. Déjalo hablar y escucha lo que te diga. Desde pequeño, recuerdo haberme devanado los sesos intentando comprender cómo Dios puede verme y escucharme a la vez que ve y escucha a los demás millones de seres humanos. ¿Cómo puede Dios ocuparse de todos sus hijos a la vez? El libro de Philip Yancey y Paul Brand,

A su imagen (Editorial Vida, 2006), me ayudaría con el tiempo a encontrar esta idea menos inverosímil. Estos autores comparan lo que ocurre entre Dios y nosotros con lo que ocurre entre las diferentes células de nuestro cuerpo y nuestro propio cerebro. Éste es capaz de realizar millones de operaciones por segundo, coordinando a la vez nuestros diferentes sentidos y todas las demás funciones vitales: reflexio nes cerebrales, funciones musculares, procesos digestivos e innumerables reacciones químicas de las que ignoro hasta el nombre.

Según los expertos, parece que se necesitan miles de computaciones sólo para reconocer una melodía, un perfume o una imagen, en fracciones de segundo. Nuestros ojos son capaces de ver en un segundo cientos de imágenes, y procesarlas a una velocidad que desafía la imaginación de los evolucionistas, porque ningún evolucionista ha conseguido explicar todavía cómo el proyecto de un ojo capaz de ver y de un oído capaz de oír ha podido evolucionar de la materia inerte, poco a poco, al azar y por error, millones de años antes de convertirse en un ojo o en una oreja completa, capaz de servir para algo. He leído que apenas unos gramos de tejido cerebral pueden contener millones de conexiones y sinapsis. Como resultado de ello cada célula –y cada organismo humano tiene más células nerviosas que habitantes la tierra– puede comunicar con las otras y con el cerebro a una velocidad casi instantánea.

Entonces, deduzco yo, si un cerebro tan medianito como el mío puede ver y escuchar tantas solicitaciones a la vez, ¿por qué el diseñador de ese sistema, que nos ha creado a su imagen, no va a poder vernos y escucharnos con la misma aparente facilidad con la que funciona su sistema a nivel humano? La respuesta es, obviamente, un misterio. Pero es un misterio en el que podemos confiar, como Agar. Un misterio al que podemos llamar como ella, “el misterio de Aquél que nos ve”.

Si te ocurre sufrir alguna vez de lo que yo llamo “el síndrome de Agar”, si en tu soledad –eventual o crónica– te ves a ti mismo huyendo de tus compromisos o de tus problemas, desorientado, vagando a la deriva en pleno desierto espiritual; víctima, autor o cómplice de una ruptura sentimental, personal o familiar; si crees haber perdido toda esperanza de ser aceptado o comprendido, con tus aciertos y errores, o simplemente visto por la persona o personas que quisieras. Si ésta(s) te ignora(n), te descarta(n) de su vida, incluso definitivamente, permíteme que te recuerde que, como a Agar, el ángel del Eterno te ve, y tiene para ti un mensaje de esperanza. Como lo tuvo para Agar al borde del pozo en Shur.

Como lo tuvo Jesús para la mujer samaritana junto al pozo de Sicar (Juan 4: 4-42). Quizá el Ángel te pregunte también “¿De dónde vienes y adónde vas?”, sabiendo de antemano las respuestas. Es como si quisiera darnos el derecho, que quizá se nos ha negado, de decir las cosas tal como nosotros las vemos y sentimos. Quizá sea porque sabe que nos hace bien decir nuestro dolor y contar nuestras penas a alguien que comprende y que, una vez libres de nuestra carga, podemos escuchar mejor lo que él tiene que decirnos.

Entonces podemos saciar nuestra sed con el agua viva del manantial de Quien nos ve. Un Dios que nos busca cuando le huimos, que nos sigue amando cuando no somos amables, que nos acepta cuando somos inaceptables y que nos soporta aún cuando somos insoportables. Quien rescató a Agar de la muerte aquella noche oscura en el desierto, te sale al encuentro a ti en el tuyo. “El que te ve” te escucha, te comprende, conoce bien tu caso. Te acepta y te propone empezar de nuevo a construir –o reconstruir– con su ayuda un nuevo futuro para ti y los tuyos.

Fuente: Publicaciones Adventistas. Revista Adventista de Enero 2010

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