12 may 2012

Para Dios no hay demoras

Por: Mary H. T. Wong

Me sentí enojada y frustrada después de hablar por teléfono con mi agente de bienes raíces. Era casi la vigésima vez que mi esposo y yo habíamos perdido una oferta por la casa que queríamos, y ya habían pasado dos años desde que habíamos comenzado a buscar una. Es probable que ya habíamos recorrido cien casas desde nuestro regreso al área.

Después de vivir encerrados en edificios elevados en el campo misionero, queríamos hallar una casa con un jardín amplio y vista hacia las montañas o a una fuente de agua. Por eso, cada vez que íbamos a ver una casa, lo primero que hacíamos era mirar por las ventanas para ver si se veía alguna montaña al menos en el horizonte. Es verdad, nos mostraron casas al pie de las montañas o en sus laderas, pero generalmente el precio estaba más allá de nuestras posibilidades o no cumplían los requisitos mínimos que nos habíamos propuesto.

Hubo otra cosa que nos frustró sobremanera. Si bien las condiciones habían sido favorables para la adquisición de inmuebles cuando llegamos y se había predicho más de una vez que se producirían caídas considerables de precios, el mercado no daba signos de decaer. Varias veces pensamos que habíamos hallado la casa ideal y dimos una oferta, sólo para descubrir que alguien había ofertado más que nosotros. Fue en esos momentos que clamé a Dios con amargura y lo acosé con preguntas: “¿Por qué, Señor? ¿No te importan nuestras necesidades?”

Ya nos habíamos dado por vencidos cuando sucedió lo inesperado. Alguien nos dijo que había una casa para la venta, y hacia allí nos dirigimos. Sin embargo, fue otra casa con el cartel que decía “Se Vende” en la cuadra siguiente la que nos llamó la atención. Detrás de ella, a menos de un kilómetro de distancia, se alzaba toda una cadena de montañas, y en el horizonte podíamos ver aún más montañas. Para donde miráramos había montañas. Y nos vendieron la casa aunque nuestra oferta no fue la más alta.

Cada día, mientras nos deleitamos con la impresionante y maravillosa vista de las montañas y nos emocionamos ante cada salida y puesta de sol, nos sigue asombrando que, si bien inicialmente habíamos pedido ver al menos algo de una montaña, Dios nos había reservado toda una cadena montañosa muy cerca de nuestro hogar. Ciertamente Dios ha respondido a nuestras oraciones de una manera que superó nuestras expectativas. Podemos mirar ahora y entender por qué nos permitió experimentar la desilusión de perder las demás casas. No era que no le importaban nuestras necesidades, sino porque tenía en mente una casa que nos daría más que lo que habíamos esperado y pedido. ¡Sólo tenía que hacer las cosas en su tiempo!

José: Después de la espera, una vida diferente

Después de esta experiencia puedo entender mejor dos relatos bíblicos. En primer lugar, veo al joven José atado de manos en una caravana que lo aparta de la vida protegida de hijo amado y lo arroja a una vida de servidumbre. Mientras sus ojos angustiados buscan algún signo de liberación en las colinas circundantes, sus clamores parecen rebotar en un cielo indiferente. Desesperado, llega a Egipto, como esclavo de Potifar. Sólo le restaba calmar su angustia en el trabajo duro. Pero su amo apreció su laboriosidad y lo elevó de rango. Entonces, cuando todo iba bien, la trampa de su ama produjo un cambio que lo llevó a la cárcel.

Sin embargo, José seguía acudiendo a Dios como la fuente de su fuerza e hizo lo mejor bajo las circunstancias que le tocaron. Entonces llegó la liberación desde un lugar inesperado. Su interpretación exacta de los sueños del copero y del panadero hizo que el primero fuera liberado. José sólo le pidió que le recordara al faraón de su situación. Sin embargo, los días transcurrieron sin que nada pasara. Mientras continuaba languideciendo en prisión en la flor de la vida, debe haber enviado miles de interrogantes hacia el cielo.

¿Qué pasó entonces? Alguien golpeó a la puerta de su celda. Los guardias lo vinieron a buscar con gran urgencia. El temor lo atenazó. ¿Estaba por ser ejecutado? José se encontraba totalmente desprevenido para los honores que le brindarían luego de interpretar los sueños del faraón. Mientras lo paseaban en carroza como segundo después del faraón, finalmente entendió que Dios había producido en el copero una amnesia temporaria. Si apenas liberado le hubiera hablado al faraón acerca de José, ¿habría tenido el mismo impacto la interpretación del sueño? En su sabiduría, Dios había permitido que José esperara para que su plan se cumpliera de una manera que excedía por mucho sus sueños más gloriosos.

Moisés: La tragedia y el triunfo

Entonces veo a Moisés mientras camina orondo por el palacio del faraón, lleno de la visión de una misión que ha sentido desde pequeño: la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto. Desafortunadamente, llevado por un celo equivocado, adoptó un curso de acción impulsiva que lo arrojó del palacio al desierto inhóspito. Con desesperación y frustración, cambió la multitud de israelitas que había soñado liberar por los tropezones de un camino rocoso mientras seguía los pasos de su rebaño de ovejas. Al mirar a las montañas que lo separaban del mundo que había conocido, debe haber clamado: “¿Por qué, Dios? ¿Me has abandonado?”

Cuarenta años después, cuando ya se había resignado a pasar el resto de su vida como un pastor humilde en el desierto, Dios lo llamó desde la zarza ardiente y le señaló su misión: sacar a los israelitas de Egipto. Para entonces, los años en el desierto habían erosionado su confianza en su capacidad para la misión. Sin embargo, animado por Dios y con la promesa de ayuda y apoyo de su hermano mayor, aceptó el llamado.

En Egipto, a pesar de un primer rechazo de los israelitas y de la voluntad inclaudicable del faraón, finalmente pudo llevar a cabo el espectacular éxodo. ¡Cómo sufrió bajo la pesada tarea de guiar a esa multitud de personas rebeldes y de dura cerviz! Se sintió aliviado cuando llegaron a la frontera de Canaán. Pronto terminaría su labor ingrata. Sin embargo, lleno de temor, el pueblo no quiso entrar en la tierra prometida y debió vagar por el desierto durante cuarenta años como castigo. Podemos imaginar a Moisés clamando: “¿Por qué, Señor?”

Cuarenta años pasaron, y Moisés se encontró una vez más en la frontera de Canaán. Una vez más su sueño se vio frustrado. Por lo que aparentemente fue una desviación menor de la orden divina en Cades, una vez más se le impidió entrar la tierra prometida. Tendría que conformarse con sólo una mirada lejana desde el otro lado del Jordán de la tierra que fluía leche y miel. Sin quejarse, Moisés se entregó a la voluntad divina. ¡Qué sorpresa habrá sido para Moisés despertar finalmente en la Canaán celestial!

Bien lo dijo Salomón: “La esperanza que se demora es tormento del corazón” (Proverbios 13:12). Sin embargo, a la luz de mi propia experiencia y de la de José y Moisés, sólo me gustaría agregar que “la esperanza que se demora” a menudo le brinda la oportunidad a Dios de darnos algo mejor. Todo lo que debemos hacer es someternos a su voluntad y permitirle que haga las cosas en su tiempo.

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Mary H. T. Wong (Ph.D., Michigan State University) es profesora de inglés y autora de artículos y libros. Actualmente vive en San José, California, EE.UU.

Fuente: Revista: Dialogo Adventista, Edición 2006

22 dic 2011

Navidad en familia

Por: Ricardo Bentancur

Allá lejos y hace mucho tiempo existían las familias ampliadas, integradas por los parientes que se reunían y festejaban no solo la Navidad sino que tenían cada semana encuentros llenos de algarabía. Con el paso del tiempo, los matrimonios con sus hijos impusieron la modalidad “nuclear”, tipo “cápsula”, abandonando aquellas hermosas jornadas de la parentela y ocupándose cada cual de su núcleo familiar. Hoy, ya no hay tiempo para reunirse más que en el Día de Acción de Gracias o en Navidad.

Vivimos tiempos de cambios profundos en las relaciones familiares: Está desapareciendo la figura del abuelo o la abuela, que antes vivían en casa y constituían el centro de la reunión de los domingos de toda la familia; ahora hay que ir a verlos al geriátrico. Las nuevas figuras del escenario familiar actual son, entre otras: el “tercero”, el “novio” de mamá o la “novia” de papá; el novio esposo o la novia esposa del hijo adolescente que muchas veces se queda a dormir en el mismo dormitorio; la figura del padre ausente o del “esposo de fin de semana”, que se alimenta del nuevo sistema de amor negociado, es decir, la relación de pareja como algo “negociable” y de conveniencia.

Completando este cuadro, muchos hogares tradicionales que sobreviven a los embates de los cambios, son el triste espectáculo de maltratos, abusos, incesto y violencia. Otros permanecen enzarzados en pleitos y disputas, alimentando odios y resentimientos. El hogar dejó de ser para muchos un refugio placentero; perdió esa cualidad de espacio íntimo de tregua y refrigerio. En todo caso es un buen hotel. Las estadísticas anuncian elocuentemente la destrucción de la familia tradicional.

No todo es negativo

Pero hay una contracara en este contexto de crisis. Los profundos cambios sociales, económicos y culturales de nuestra época traen aparejados cambios también profundos en los papeles del hombre y de la mujer en el seno familiar. Y estos cambios responden más a la justicia y a la realidad. Si ha habido un resquebrajamiento dramático de la estructura de la familia, hay una razón para ello: en gran medida, dicha familia monogámica y tradicional se asentaba en relaciones de poder que postergaban a la mujer. La encerraban entre las cuatro paredes de una casa.

Por otra parte, en las generaciones pasadas, la libertad y el amor no tenían peso específico en la hora de la elección matrimonial. La modernidad trajo profundos cambios que alentaron los derechos humanos, y en particular los de la mujer. La inserción de la mujer en el mercado de trabajo, generando sus propios ingresos y un espacio mayor de libertad, modifica notablemente los cimientos sobre los cuales está apoyada la familia tradicional (entiéndase un núcleo formado por papá en el trabajo y mamá en la casa). Esta nueva situación hace que la mujer asuma derechos merecidos. Y en este sentido las relaciones humanas, y consecuentemente las conyugales, si bien más complejas, son hoy más abiertas, justas y auténticas.

Navidad en familia

Hace un tiempo visitamos con mi esposa la tumba de su abuelo en Colonia Valdense, Uruguay. Él nació el 9 de marzo de 1881. Nos sorprendió saber que exactamente un siglo después nació su bisnieta, nuestra hija Mariela. Cuando vivió ese ser que ahora descansa bajo esa lápida, no sospechó jamás lo mucho que tendría que ver con mi vida, con la vida de mis hijas... y lo mucho que aún tendrá que ver con la vida de nuestros descendientes. Todos tenemos que ver con todos. Nuestros antepasados aún hablan. Y, gracias a la fecundidad, construimos nuestro futuro. Todo esto significa la palabra familia. Y esta esencia no cambia con los cambios culturales que trae el tiempo. Propongámonos en esta Navidad luchar por ese espacio sagrado donde yace la memoria de nuestros antepasados, que conservan nuestras raíces, y desde el cual se forja nuestra propia identidad como personas.

Comenzamos este número de El Centinela, revista que hace casi un siglo ha venido proclamando un mensaje en favor de la familia, recordando el mensaje de amor que nos trae la Navidad. Así como en este día recordamos el nacimiento del Hijo de Dios que vino a salvar el mundo, también recordamos que este no es simplemente un día en el que encontramos la excusa para cenar juntos. La Navidad tiene un mensaje más profundo: la familia ha sido creada y redimida por el amor de Dios. Recordar esto es importante en medio de la crisis que hoy sufre el núcleo familiar y consecuentemente la familia humana.

Recuperemos en Navidad la esperanza en la familia. Aprendamos a mirar la realidad más allá de los ojos del desengaño y la decepción; a descubrir la estrella de Belén, que persiste en darnos en esta noche su mensaje de amor y belleza.

Así, podemos parafrasear el texto de San Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios a la familia, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
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Fuente: Revista El Centinela, Diciembre 2011

25 oct 2011

Cómo conocer la voluntad de Dios para mi vida

Por: Humberto M. Rasi

Nuestra vida consiste en una serie de decisiones. Aunque algunas son de poca importancia, otras tienen gran significado y traen consecuencias de largo alcance. En cierto momento, cada uno de nosotros define su postura con respecto a tres asuntos fundamentales. Primero, decidimos el papel que Dios y la religión tendrán en nuestra vida. Segundo, escogemos la carrera o profesión con que nos ganaremos el sustento diario. Tercero, resolvemos si nos casaremos o no y quién será la persona con quien formaremos un hogar.

A medida que avanzamos en la vida, seguimos haciendo decisiones. ¿Dónde estudiaremos y qué título obtendremos? Al completar los estudios, ¿buscaremos empleo o trabajaremos de manera independiente? ¿En qué localidad nos radicaremos? ¿De qué manera emplearemos nuestras ganancias? Si nos casamos, ¿tendremos hijos o no? ¿Y cuántos?

A través de los siglos, los seres humanos han utilizado diversos métodos para tomar decisiones. Algunos buscan el consejo de amigos de experiencia o consejeros de confianza. Otros abren la Biblia al azar para encontrar un pasaje orientador o consultan a adivinos.

Como cristianos, queremos hacer la voluntad de Dios cada vez que nos encontramos frente a decisiones significativas. Cuando hablamos con el Señor en oración, a menudo repetimos las palabras del Padrenuestro, que incluye esta petición: “Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). ¿Qué nos enseña la Biblia acerca de la voluntad de Dios?

El significado de la palabra voluntad

La palabra “voluntad” tiene tres significados básicos, que se aplican tanto a Dios como a los seres humanos.

Voluntad: la capacidad y el poder de elegir. Dios posee la capacidad de decidir y la ha ejercido siempre. En cierto momento decidió crear el universo y poblarlo con seres inteligentes. También escogió ordenar este planeta y crear a Adán y a Eva para vivir en él. Más tarde eligió a Abraham y a sus descendientes para que fueran su pueblo especial. Asimismo decidió venir a este mundo como ser humano en la persona de Jesucristo para rescatarnos del pecado mediante su muerte y resurrección.

Dios nos creó con la capacidad de tomar decisiones, lo que constituye una parte importante de haber sido formados “a imagen de Dios”. De ahí que podemos elegir obedecerle o desobedecerle con consecuencias previsibles. (Ver Deuteronomio 30:15, 19, 20; Apocalipsis 3:20.) Dios respeta y protege nuestra libertad individual de escoger. Él anhela que, al tomar decisiones, elijamos bien y de esa manera desarrollemos nuestro carácter.

Voluntad: el deseo de realizar algo o de alcanzar un objetivo. Dios, cuyo carácter es perfecto amor y perfecta justicia, siempre desea lo bueno para sus criaturas (Jeremías 29:11) y nunca se siente inclinado hacia el mal (Santiago 1:13). Él desea, por ejemplo, que todos los seres humanos alcancemos la vida eterna (1 Timoteo 2:3, 4) y que crezcamos espiritualmente (Colosenses 1:9, 10).

Los seres humanos también sentimos el deseo de realizar algo o de alcanzar un objetivo en la vida. Con frecuencia, por causa del pecado que nos afecta, elegimos actuar de manera egoísta y perjudicial. El apóstol Pablo era consciente de su inclinación al mal: “No hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15, 20).

Voluntad: propósito firme, determinación o plan. Pablo se refiere al plan de Dios, quien “hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Efesios1:11). Su plan de salvación, por ejemplo, fue diseñado antes de la creación del mundo (1 Pedro 1:18-20). Cristo vino a este planeta en el momento preciso en la historia de la redención (Gálatas 4:4, 5). Dios conoce el día y la hora en que Cristo regresará en gloria a este mundo (Mateo 24:26, 27). También ha escogido el día en que juzgará a los seres humanos de todos los tiempos (Hechos 17:31). En algunos casos, Dios ha revelado aspectos importantes de su gran plan mediante profecías cuyo cumplimiento es preciso. Y en el capítulo 2 del libro de Daniel, por ejemplo, encontramos una secuencia de los poderes que han venido dominando al mundo desde el imperio babilónico hasta el fin de la historia. Y en el libro de Apocalipsis capítulos 2 y 3 se bosquejan las principales etapas de la historia del cristianismo.

Uno de los temas más interesantes para los cristianos es reflexionar sobre cómo Dios llevará a cabo su plan de acuerdo con su voluntad soberana, mientras permite que cada ser humano ejerza su libre albedrío. Esto inspiró al apóstol Pablo a exclamar: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).


¿Por qué es importante?


Algún lector podrá preguntarse por qué es importante conocer la voluntad de Dios para nuestra vida.

Debemos reconocer que en nuestra condición natural no nos interesa ni nos importa conocer la voluntad de Dios. Y aunque supiéramos lo que él anhela para nosotros, tenderíamos a rechazar o a oponernos a sus mejores deseos. Por naturaleza, estamos en rebelión contra él. Sin embargo, Dios anhela que cambiemos nuestra actitud. Quiere ser nuestro Salvador y nuestro Amigo. Desea que le conozcamos, amemos y obedezcamos, para que nos vaya bien en la vida. Por eso el Espíritu Santo habla constantemente a nuestra conciencia. Nos invita: “Dame, hijo mío, tu corazón y miren tus ojos por mis caminos” (Proverbios 23:26). Quiere guiar nuestras decisiones para nuestro bien (Salmo 32:8, 9). El apóstol Pablo nos anima a volvernos especialistas en conocer la voluntad de Dios (Efesios 5:16, 17). Si la obedecemos, nos asegura que pasaremos la eternidad en su compañía (Mateo 7:21; 1 Juan 2:17).

Por eso Satanás procura que permanezcamos separados de Dios y en rebelión contra él. Y aunque hayamos decidido obedecer a Dios, Satanás sigue intentando que le desobedezcamos. Este proceso de prueba se conoce con el nombre de tentación y es permitido por Dios. Cada día de nuestra vida se libra en nuestra conciencia este drama de consecuencias eternas. Mediante el Espíritu Santo, Dios nos invita a que alineemos nuestra voluntad con la suya, mientras Satanás trata de convencernos de que Dios no nos ama y no quiere que disfrutemos de la vida. Sin embargo, cuanto más tiempo obedecemos a Dios, tanto más se debilitan las tentaciones, porque Dios fortalece nuestra capacidad de elegir lo bueno.

Cuando entendemos la guerra mortal en que estamos involucrados, también llegamos a comprender por qué Dios está tan interesado en nuestra salud física y mental. El desea que nada afecte nuestra capacidad de elegir consciente y libremente entre obedecerle o desobedecerle. Por eso nos aconseja que mantengamos el cuerpo libre de sustancias que disminuyen nuestra capacidad de razonar y que conservemos nuestra mente libre de las influencias negativas que nos llegan a través de lo que leemos, miramos u oímos. Nada debe impedir que escuchemos con claridad la voz de Dios en nuestra conciencia.


¿Cuáles son las condiciones?

Dios ha establecido tres condiciones básicas para conocer su voluntad para nuestra vida.

Confianza en que Dios existe, que es bueno y justo, y que desea lo mejor para nosotros (Hebreos 11:6).

Obediencia: Decidir obedecer a Dios en todo aquello en que ya haya revelado su voluntad para nosotros. Esto requiere desterrar de nuestra vida todo pecado conocido. Dice el salmista: “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmo 66:18). Por otra parte, “si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14).

Sumisión: Estar dispuestos a obedecer lo que Dios nos revele de su voluntad. Esto requiere una actitud especial, porque nuestra tendencia natural es decirle al Señor: “Muéstrame tu voluntad y después déjame que decida si la voy a obedecer o no”. Se cuenta que un joven elevó a Dios una oración parecida: “Señor, quiero servirte como misionero. Estoy listo a ir a cualquier parte que tú me envíes, con tal que el sueldo sea bueno y el clima agradable”. Esta actitud tragicómica se basa en dos falacias: Creer que sabemos mejor que Dios lo que nos conviene y pensar que él no desea nuestra felicidad ni nuestra salvación eterna.


¿Cuáles son los siguientes pasos?

Existen cinco factores que nos ayudan a conocer la voluntad de Dios y aplicarla a nuestra vida. Vamos a repasarlos.

1. La Biblia: En este libro inspirado Dios comunica su voluntad para todos los seres humanos de todos los tiempos. La Biblia nos provee instrucción específica sobre la voluntad de Dios. También encontramos en ella ejemplos sobre las bendiciones de la obediencia y los tristes resultados de la desobediencia. Por eso nos conviene estudiarla cada día, individualmente y en grupos. Ella contiene enseñanzas sobre la salvación, la familia, el trabajo, las finanzas, los hábitos de vida y muchos otros temas importantes.

Pablo dice que en las Escrituras podemos hallar todo lo necesario para vivir una vida digna y alcanzar la vida eterna (2 Timoteo 3:15-17). Los cristianos encontramos en los Diez Mandamientos (Éxodo 20:3-17) los grandes principios morales que definen nuestra relación con Dios y con nuestros semejantes (Lucas 10:27). Cuando aceptamos a Jesucristo como Salvador y Amigo, orientamos nuestra existencia en base a esos principios como una expresión de nuestro amor hacia él (Juan 14:15). Jesús no sólo presentó un modelo perfecto de cómo se viven esos principios, sino que también explicó sus implicaciones para la vida real (ver Mateo capítulos 5 al 7).

2. El Espíritu Santo: Dios se comunica con nosotros mediante el Espíritu Santo hablando a nuestra conciencia. El Espíritu Santo es Dios mismo apelando a nuestra voluntad (Isaías 30:21). Sin embargo, la conciencia no es siempre ni necesariamente la voz de Dios, porque puede estar deformada o cauterizada. Aunque el Espíritu Santo venía actuando en el mundo desde la Creación, cuando Cristo completó su ministerio en esta Tierra y ascendió al cielo, nos dejó el Espíritu Santo para cumplir una misión especial (Hechos 1:8).

Hay momentos cuando escuchamos la voz del Espíritu de Dios con más claridad. Esto sucede cuando oramos y permanecemos silenciosos aguardando la respuesta de Dios. También ocurre cuando estudiamos un pasaje de la Biblia, meditamos sobre su significado y le pedimos al Espíritu Santo que nos enseñe a aplicarlo a la vida. Además, podemos sentir las impresiones de Dios cuando participamos con otros cristianos en la adoración, el canto congregacional, la oración pública y cuando escuchamos la exposición de la Palabra de Dios con poder.

Es el Espíritu Santo quien nos hace entender las verdades espirituales (Juan 16:13) y nos capacita para hacer lo que Dios desea (Filipenses 2:13; Hebreos 13:20, 21. El Espíritu también estimula nuestro pensamiento para imaginarnos el gozo que experimentaremos cuando hagamos la voluntad de Dios (Salmo 37:3-6).

3. Los eventos de la vida: Dios nos ayuda a discernir su voluntad al interpretar con sabiduría lo que nos acontece. Cuando tomamos una decisión que nos parece correcta y avanzamos en cierta dirección, Dios con frecuencia abre o cierra las puertas de la oportunidad delante de nosotros. Por ejemplo: Solicitamos admisión en tres universidades y una de ellas nos acepta y además nos ofrece una beca. Pedimos trabajo en dos empresas y una de ellas nos invita, con el sábado libre. Conocemos a alguien, aparentemente por casualidad, y ese encuentro abre oportunidades inesperadas.

En la Biblia encontramos varios casos en que Dios utiliza los eventos para llevar adelante su plan. Cuando los hermanos de José están a punto de matarlo motivados por la envidia, una caravana de mercaderes pasa cerca de ellos en el momento oportuno y lo compran como esclavo (Génesis 37:12-28). Años más tarde, cuando José había llegado a ser el primer ministro del faraón en Egipto, les dice a sus hermanos que Dios, en su providencia, lo había enviado a esa tierra extraña para salvarles la vida a ellos y a toda su familia (Génesis 45:7, 8).

Rebeca llega a buscar agua para su rebaño justamente cuando Eliezer, siervo de Abraham, se acerca al mismo pozo después de haber orado a Dios para que le ayudara a encontrar una esposa para Isaac (Génesis 24:12-46).

Dos eventos en la vida de Pablo muestran la providencia divina en acción. Durante uno de sus viajes misioneros, el apóstol decide dirigirse a una región de Asia Menor para predicar el evangelio, pero el Espíritu Santo le impide hacerlo y en cambio lo guía hacia Europa con ese fin (Hechos 16:6-10). Algún tiempo después Pablo se propone viajar a Roma para comunicar el cristianismo en la capital del vasto imperio (Hechos 19:21). Eventualmente llega a Roma a predicar las buenas nuevas de salvación, pero como prisionero de las autoridades romanas (Hecho 23:11; Filipenses 1:12, 13).

En cada caso, sin embargo, debemos interpretar los eventos y las circunstancias asegurándonos de que no contradicen los principios de la Biblia y que coinciden con la orientación del Espíritu Santo.

4. Consejeros cristianos: Personas de experiencia y buen juicio que pueden ayudarnos a aplicar los principios de la Palabra de Dios a nuestra vida. Cuando estamos frente a una decisión importante, nos beneficiaremos mucho al escuchar el consejo de quienes nos conocen bien, como nuestros profesores y mentores (Proverbios 11:14). Nuestros padres, si son cristianos, también pueden orientarnos con sabiduría (Proverbios 23:22). De la misma manera, es valioso el parecer de pastores, capellanes y líderes de confianza.1 (El apóstol Pablo prestó atención al consejo de sus amigos durante los disturbios en Efeso y de esa manera probablemente salvó su vida. Ver Hechos 19:30, 31.)

El diálogo con personas de experiencia ofrece la ventaja de que pueden evaluar nuestra situación con cierta objetividad. Además, pueden hacernos preguntas que aclaren nuestro pensamiento y sugerir opciones que no habíamos considerado. Por supuesto, si ya hemos formado nuestro hogar, debemos conversar con nuestro cónyuge e incluso con nuestros hijos, evaluando el pro y el contra, puesto que ellos también serán afectados por la decisión que tomemos.

5. La reflexión personal: Evaluamos con oración los cuatro factores anteriores y tomamos una decisión. Ahora que hemos satisfecho las tres condiciones –confianza en Dios, obediencia a su voluntad y sumisión a lo que él nos indique– integramos los cuatro factores. Tomamos en cuenta los principios bíblicos, las impresiones del Espíritu Santo, el sentido de dirección que nos indican los eventos y el consejo de personas en quienes confiamos. La lista titulada “Antes de tomar una decisión importante” puede ayudarnos en el proceso.

Esto es esencial, porque no debemos confiar demasiado en nuestro juicio, que con frecuencia es parcial y limitado: “No te apoyes en tu propia prudencia. No seas sabio en tu propia opinión” (Proverbios 3:5, 7), aconseja Salomón. “Hay camino que parece derecho al hombre, pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 16:25). Sin embargo, la decisión final debe ser nuestra.

A pesar de haber tomado cuidadosamente estos cinco pasos, es posible que cometamos errores y hagamos decisiones incorrectas. Pero Dios es paciente con nosotros (Salmo 103:13, 14). Debemos pedir perdón, volver atrás y comenzar de nuevo el proceso.

Conclusión

Durante su ministerio, Jesús repitió varias veces un relato con variaciones. Es la parábola del dueño de una hacienda que, antes de partir hacia una tierra lejana, llama a su mayordomo y le pide que se haga cargo de toda su propiedad mientras él se encuentra ausente. Cuando el dueño regresa le pide al mayordomo un informe sobre cómo ha desempeñado sus responsabilidades. En otra versión, Jesús cuenta el relato de un hombre rico que confía su fortuna a varios de sus empleados y después de un tiempo les pide cuentas.

La esencia de estos relatos es la misma: Dios nos ha confiado vida, talentos, oportunidades y opciones para la acción. Nos provee orientación y se alegra cuando tomamos buenas decisiones. Su promesa es segura: “Este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; él nos guiará aun más allá de la muerte” (Salmo 48:14). Por eso, cuando hacemos frente a una decisión importante y queremos conocer la voluntad de Dios, podemos orar como David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23, 24).

Humberto M. Rasi (Ph.D., Stanford University) es el fundador y redactor en jefe de Diálogo Universitario.

REFERENCIAS

1. Los adventistas del séptimo día creemos que los escritos de Elena White, fundamentados en los principios bíblicos, proveen orientación inspirada sobre muchos aspectos de la vida cristiana y los consultamos antes de tomar una decisión importante.

2. Cuestionario adaptado del libro de Dwight L. Carlson, Living God´s Will, pp. 153-156.


Fuente: Dialogo Universitario.

20 ago 2011

Tuvo compasión de ellos: La actitud de Cristo hacia los pobres

Por: Walter Douglas

La enseñanza más distintiva del cristianismo es que Dios se despojó de sus atributos divinos y participó de lleno en la experiencia humana. En este proceso, Jesús mostró al mundo que los seres humanos pueden ser santos al practicar la compasión por el pobre, el oprimido, el incapacitado, el paria y el extranjero.

Los evangelios revelan la innegable verdad de que Jesús se conmovía ante las necesidades humanas y respondía mediante actos de misericordia. A menudo, llamó la atención a las necesidades y preocupaciones de los pobres y despreciados; tenía un interés específico en relacionarse con ellos y darles las buenas nuevas de salvación. Sin embargo, a menudo, antes de atender sus necesidades espirituales, también respondía a sus necesidades físicas. Desafiaba a los pudientes a responder a las necesidades de los pobres como su deber. De los pobres decía que ellos nos proveen una oportunidad para hacer el bien y constituyen un examen de nuestra aptitud para participar del reino celestial (ver Mateo 25:31-46).

El interés de Jesús por los pobres

La simpatía de Jesús por los pobres se demuestra vez tras vez en el Nuevo Testamento. Cierta vez, Jesús contó la historia de un hombre rico que creía estar en crisis por falta de graneros para sus cosechas. La pregunta que se hacía dejaba entrever su gran ansiedad: “¿Qué haré, porque no tengo donde guardar mis frutos?” (Lucas 12:17). Este hombre próspero, que contemplaba la posibilidad de construir graneros más grandes para almacenar su abundante cosecha, demostraba al mismo tiempo su insensibilidad hacia las necesidades de los pobres. Sin embargo, Jesús señala la verdadera causa de la crisis en su vida: el egoísmo y la avaricia, pues podría haber solucionado sus problemas reconociendo su deber hacia los pobres. Debía aprender la lección que Jesús enseñaba con mucha claridad: que somos bendecidos para ser una bendición para otros y que es un privilegio servir a los demás. Jesús llamó a este hombre un necio y enseñó que la verdadera sabiduría se halla en ayudar a los necesitados.

Otro ejemplo del profundo interés de Jesús por los pobres es su diálogo con el joven rico. Este joven era poderoso no sólo económicamente, sino que gozaba de influencia religiosa y política. Es evidente que su riqueza e influencia no satisfacían los deseos más profundos de su corazón; por eso se acerca a Jesús en una búsqueda sincera de la vida eterna. Jesús demuestra interés genuino en él y contesta su pregunta diciéndole: “Anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres... y ven y sígueme”. Sin embargo, este requisito para el discipulado era demasiado grande. Era pagar un precio muy alto para seguir a Jesús. Por eso este joven rico “se fue triste” (Marcos 10:21, 22).

De las muchas lecciones que pueden desprenderse de esta historia, una por lo menos es clara, y es que Jesús constantemente mostraba interés por los pobres, los que parecían estar siempre en su mente y en su conversación. Al iniciar su ministerio público, lo hace leyendo lo que el profeta Isaías predijo del Mesías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres... pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18, 19). Jesús era consciente que su mesianismo incluía velar por los pobres y necesitados. Por ejemplo, cuando Juan languidecía en la prisión y, dudando del mesianismo de Jesús, envió a algunos de sus discípulos en busca de evidencia y éstos le preguntaron a Jesús: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?”, la respuesta de Cristo fue simple: “Id, y decidle a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mateo 11:3-5). Las obras de compasión de Jesús testificaban de su mesianismo. De la misma manera, los seguidores de Cristo deben mostrar por sus obras cómo cumplen con su responsabilidad hacia los pobres y necesitados, no con palabras nobles sobre la pobreza sino por medio de actos comunes que alivien su sufrimiento y dolor. Dicho de otro modo, nuestro deber hacia los pobres va más allá de lo que decimos. Implica lo que hacemos en su favor. De hecho, “la verdadera adoración consiste en trabajar juntos con Cristo. Las oraciones, exhortaciones y conversaciones, muchas veces asociadas, son frutos baratos. Sin embargo, los frutos manifestados en buenas obras al velar por los necesitados, los huérfanos y las viudas, son frutos genuinos y crecen naturalmente en un buen árbol”.1

Amor en acción

El apóstol Juan dice: “Pero el que tiene bienes en este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad” (1 Juan 3:17, 18).

Elena White escribió: “Muchos pueden ser alcanzados sólo por medio de actos de bondad desinteresados. Sus necesidades físicas deben ser atendidas primero. A medida que vean manifestaciones de amor generoso, será más fácil que crean en el amor de Cristo”.2 Aunque es verdad que la iglesia o los cristianos separadamente no pueden eliminar la pobreza o la enfermedad del planeta, debemos cumplir con nuestro deber cristiano y responsabilidad social hacia los menos afortunados, siendo sensibles a los efectos de la pobreza, la enfermedad y la injusticia en la vida de las personas. La Biblia sostiene que el mejorar la situación de los pobres incluye cambios religiosos, sociales y económicos.

La autora Viv Grigg dirigía su palabra en un tono bajo y casi reverente a un grupo de 20 jóvenes visionarios de edad universitaria, sobre los desafíos provocados por la pobreza. Les explicaba cómo deberían reaccionar los jóvenes cristianos ante este desafío y verlo como una oportunidad para irradiar la compasión, el cuidado y el interés de Jesús. Según Viv, “la pobreza es el problema de nuestra época. Y entre los espectros de la pobreza, pocos pueden igualar al ofrecido por las crecientes mega-ciudades del Tercer Mundo. La migración urbana es la mayor migración masiva del mundo de hoy. Los habitantes rurales se están volcando sobre estas mega-ciudades, cuya población se duplica cada diez años. Para el año 2000, un tercio de la población mundial vivirá en estas ciudades y el 40 por ciento se compondrá de habitantes ilegales residentes en barrios pobres”.3

Grigg procedió luego a desafiar al grupo de jóvenes idealistas a asumir sus responsabilidades sociales como un llamado de Dios. Los animó a evaluar dónde podrían comenzar y el trayecto que recorrerían, cómo en su propia experiencia y contexto podrían encontrarse personalmente con la pobreza o relacionarse con personas pobres. Entonces les dijo que, ya que no eran víctimas de la pobreza y la injusticia, debían asumir con seriedad su posición de privilegio y trabajar en beneficio de los menos afortunados. Habían sido bendecidos para que a su vez pudiesen bendecir al mundo, sobre todo al mundo sufriente.

Y en un tono de profunda convicción, Grigg concluyó la reunión con el siguiente desafío: “Dios está llamando, está buscando a hombres y mujeres que escuchen su voz y prediquen su mensaje a los habitantes de estas ciudades. Dios quiere quebrantarnos para que lleguemos a ser granos de trigo que mueran a sí mismos y que den sus vidas por los pobres”.4

Más allá de las palabras

“Tengo compasión de la gente... no tienen qué comer”, dijo Jesús (Marcos 8:2). El desafío constante que la pobreza les presenta a los seguidores de Cristo es ir más allá de la mera proclamación de la verdad acerca del amor, la compasión y el interés por los otros y en cambio, vivir la verdad realizando actos de compasión y bondad. Debemos descubrir maneras concretas de aliviar las cargas del pobre y el necesitado. Debemos verlos como personas con quienes somos uno en Dios. No podemos verdaderamente “alabar a Dios de quien provienen todas la bendiciones” e ignorar la realidad de un mundo de sufrimiento y miseria humanos. Las bendiciones de Dios deben fluir a través de nosotros de manera que transforme la vida de quienes están en necesidad.

El apóstol Santiago dijo: “Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:15-17).

Esto es un llamado a la acción. Elena White nos recuerda apropiadamente: “Muchos de los que profesan su nombre han perdido de vista el hecho de que los cristianos deben representar a Cristo. A menos que practiquemos el sacrificio personal para bien de otros, en el círculo familiar, en el vecindario, en la iglesia, y en dondequiera que podamos, cualquiera sea nuestra profesión, no somos cristianos... Cuando veamos un ser humano en angustia, sea por la aflicción o por el pecado, nunca diremos: Eso no me incumbe”.5

El rostro que Dios nos muestra de modo más público, el cuadro de Dios que se nos presenta en todo lugar en la Escritura, es el de un Dios lleno de compasión que vela por nosotros y practica acciones con preferencia hacia los pobres, los descartados y marginalizados. Las Escrituras y los escritos de Elena White nos aseguran que nuestra bondad, compasión y preocupación por las necesidades de los que están sin hogar, hambrientos y desnudos, persuadirán a más personas a seguir a Cristo que nuestras elaboradas ideas acerca de doctrinas rectas que no afectan la vida práctica. (Ver Isaías 58; Mateo 25:31-46; Santiago 2.)

El evangelio y nuestra responsabilidad social

El vínculo entre el evangelio y nuestra responsabilidad social se manifiesta claramente en el ministerio de Cristo y en el Antiguo y Nuevo Testamento. La Palabra de Dios insiste que, cuando predominan la pobreza, la injusticia y la opresión, la fe que habla sólo a las necesidades espirituales de la gente, pero que falla en demostrar compasión por medio de ayuda práctica, se considera como una adoración falsa (ver Isaías 58). Como lo expresó Gandhi en una oportunidad, “debemos vivir en nosotros mismos los cambios que queremos ver en el mundo”.

Un seguidor y verdadero creyente de Cristo no puede tratar con indiferencia las desigualdades materiales y la manifestación de poder y privilegio que hiere a tantos y conduce al empobrecimiento espiritual de otros. El evangelio invita a los seguidores de Cristo y a la iglesia a solidarizar con todos los que sufren, para que juntos podamos recibir, incorporar y compartir las buenas nuevas de Jesús y mejorar la vida de todos. Como dice Cheryl Sanders: “En el reino preparado desde la fundación del mundo todos están satisfechos y libres. Una persona califica para entrar en ese reino al ejercer una buena mayordomía de su vida y al administrar los abundantes bienes que recibió como un divino legado de Dios. Y el evangelio declara que la vida eterna es la recompensa dada a los que valoraron la vida; a los que alimentaron al hambriento, dieron a beber al sediento, hospedaron al extraño, cubrieron al desnudo y visitaron al enfermo y al encarcelado; a los que llegaron a identificarse con el reino de Dios y obran unidos con él en los asuntos humanos. El desobedecer este mandato bíblico constituye una negación de la fidelidad al reino y a su Rey”.6

Ante las terribles historias de niños hambrientos alrededor del mundo, el cristiano no puede decir: “Esto no nos concierne”. No podemos tornarnos defensivos cuando tratamos con el desafío persistente de la pobreza. No se trata de un programa o de un problema del gobierno. Hace una generación, el gobierno federal y estatal de los Estados Unidos asumió la responsabilidad de la mayoría de los programas de beneficencia social, y los idealistas del país creyeron que la guerra a la pobreza podría ser ganada por medio de los impuestos de los ciudadanos. Pero se olvidaron de un detalle, de algo que es esencial para obtener el éxito, algo que los empleados del gobierno o los programas nunca podrían proveer —la fe. Se ha demostrado que en los programas que pudieron sacar a la gente de las drogas, del alcohol y de una vida de pobreza la fe en Dios es un elemento esencial.

Nuestra sociedad ha tratado de despersonalizar la pobreza hablando en términos de programas, organizaciones y estructuras. La pobreza es personal. Los pobres son personas. Esta es la gente de la cual habló Jesús vez tras vez en su enseñanza y en su predicación. Tuvo compasión de ellos y nos desafió a asumir nuestro deber de constituirnos en una bendición para ellos. Como tal, el seguidor de Cristo no puede excluirse de involucrarse en esta situación humana. No podemos argumentar que no es nuestra culpa que estas personas sean pobres. Podríamos inclusive descubrir que viven en la pobreza debido a que algunos de nosotros vivimos con toda comodidad. La pobreza es una crisis humana. Y para quienes son bendecidos y privilegiados, ignorar a los pobres constituye una contradicción entre la confesión de fe y la conducta.

La iglesia y los seguidores de Cristo deben responder a la pregunta: “¿Soy yo guarda de mi hermano o hermana?” El sufrimiento de nuestros prójimos nos causa dolor. Podemos tratar de ocultarlo, negarlo, cubrirlo o eliminarlo por razonamiento, pero aún así el sufrimiento y el dolor de los demás no podrá dejarnos insensibles. Nuestra fe cristiana lo refuerza. ¿Cómo puedo llamarme seguidor de Cristo cuando no cuido de mi prójimo? ¿Cómo puedo representar el reino de Dios y no ocuparme de manera seria y práctica de las personas que están incluidas en su reino?

En la Palabra de Dios, la responsabilidad social de los seguidores de Cristo hacia el pobre y necesitado no es de menor importancia que la predicación del evangelio, ni es opcional. Es una parte integrante del todo de la historia del evangelio. Porque verdaderamente vemos en el rostro del pobre el rostro de Cristo: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).

“No necesitamos ir a Nazaret, a Capernaum, y Betania para andar en las pisadas de Jesús. Hallaremos sus huellas al lado del lecho del enfermo, en los tugurios de la pobreza, en las atestadas calles de la gran ciudad, y en todo lugar donde haya corazones humanos que necesiten consuelo. Al hacer como Jesús hizo cuando estaba en la tierra, andaremos en sus pisadas”.8

Walter Douglas (Ph.D., McMaster University) es director del Departamento de Historia de la Iglesia en el Seminario Teológico Adventista, y dirige el Instituto de Diversidad y Multiculturalismo en la Universidad Andrews. Su dirección: Berrien Springs, Michigan 49104; Estados Unidos.

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Notas y referencias

1. Elena G. White: The Signs of the Times (17 de febrero de 1887).

2. ________: Testimonies for the Church (Mountain View, Calif.: Pacific Press Publ. Assn., 1948), vol. 6, p. 27.

3. Jenni M. Graig, Servants Among the Poor (Manila, Filipinas: OMF Literature, 1998), p. 27.

4. Ibíd.

5. Elena G. White, El Deseado de todas las gentes (Mountain View, Calif.: Pacific Press Publ. Assn., 1940), pp. 504, 505.

6. Cheryl Sanders, Ministry at the Margins, p. 28.

7. Elena G. White, Advent Review and Sabbath Herald (20 de enero de 1903).

8 ________: El Deseado de todas las gentes, p. 595.


Fuente: Dialogo Adventista. (2001) 13(2), 15-17.

3 jun 2011

¿Qué tamaño tiene tu Dios?

Por: E. Theodore Agard

El tamaño de algo se determina por unidades de medida, las que varían dependiendo del objeto que medimos. El oro se mide en onzas o gramos; el carbón, en toneladas. El petróleo crudo se despacha en barriles, la gasolina refinada se vende por litros o por galones. El tamaño de una caja se define por su longitud, anchura y altura, en centímetros o en pulgadas, y para alfombrar una habitación se habla de metros cuadrados o yardas cuadradas. Como los metros o las yardas son inadecuados para indicar la distancia entre Nueva York y Nairobi, usamos kilómetros o millas. Pero las distancias interplanetarias demandan años luz, y un año luz es igual a la distancia que la luz viaja en un año a la velocidad de 300.000 km (186.000 millas) por segundo. ¡Algo casi impensable!

Pero, ¿qué tamaño tiene tu Dios? ¿Está él tan distante y es tan infinito que el espacio y el tiempo no significan nada para él? ¿Es él tan trascendente que podemos reconocerlo como la base moral o la causa primera del universo, y luego dejarlo solo con su grandeza, y seguir nuestras vidas sin referencia a su existencia o a sus demandas? ¿O se halla tan cercano, tan inmanente, tan involucrado en la vida y sus miríadas de movimientos que vive en ese árbol o se lo encuentra en esta piedra o es una parte de todo lo que existe, una especie de ser panteísta, y lo hacemos como uno de nosotros? Y todo esto, ¿tiene realmente sentido, después de todo?

Para el salmista, el asunto del tamaño de Dios era de importancia. “¿A dónde me iré de tu espíritu? ¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiera a los cielos, allí estás tú; y si en el seol hiciera mi estrado, allí tú estás. Si tomara las alas del alba y habitara en el extremo del mar, aun allí me guiará tu mano y me asirá tu diestra” (Sal. 139:7-10). Reflexiona sobre esto, y tendrás una idea del infinito: no del tipo matemático, donde el infinito está más allá de lo alcanzable, sino de la dinámica espiritual, en la cual Dios puede ser a la vez trascendente e inmanente; infinito, pero puede amar lo suficiente como para identificarse con las necesidades y preocupaciones humanas. Por ello David se asombra y siente contentamiento: Dios está en el cielo omnipresente, omnisciente, omnipotente y sin embargo lo suficiente interesado como para que podamos decir: “Me asirá tu mano”.

En este mismo asombro y contentamiento reside uno de los desafíos más grandes que confrontamos como cristianos con respecto a Dios: la tentación de considerar a Dios desde el punto de vista de nuestras limitaciones y cuestionar su poder y fortaleza.

Resistamos la tentación

Pero los cristianos que aceptan la Biblia como revelación de Dios para la humanidad no están sin ayuda para resistir tal tentación. La Biblia habla de la revelación última que Dios realiza en la persona de Jesús, en quien lo finito y lo infinito se fusionan. En él lo divino y lo humano, el totalmente Otro y Aquel que se identificó con nuestras debilidades y fragilidad, se unieron para mostrar que la vida puede vivirse en estrecha relación con Dios, sin diluir su infinitud magnífica.

Jesús demostró el poder de Dios en su vida, muerte y resurrección, poder que tocó y transformó la vida de sus discípulos. El tímido y atropellado Pedro llegó a ser el predicador intrépido del día de Pentecostés. El Tomás que dudaba buscando una evidencia científica y una prueba sensorial, cuando el Jesús resucitado lo confrontó, cayó a sus pies en humildad, exclamando: “¡Señor mío y Dios mío!” (Juan 20:28).

Pero la timidez de Pedro y la duda de Tomás no eran exclusivas de ellos. Pareciera que los cristianos de todas las épocas han tenido y tienen dificultades para creer en todos los aspectos de la revelación de Dios, si carecen de un apoyo aceptable. Por ejemplo, considera las palabras proféticas de Apocalipsis 1:7: “He aquí que viene con las nubes: todo ojo lo verá”. Algunos preguntan: ¿Cómo pueden todos los habitantes de la tierra ver la venida de Jesús al mismo tiempo, dado el hecho de que la tierra es redonda? Una pregunta científica, es cierto, pero que ignora el hecho de que en este caso nos confrontamos con un evento divino, y no debemos entender a Dios en términos de las limitaciones humanas. Considera que aun nosotros, los humanos, hemos desarrollado en nuestros días la capacidad tecnológica de lograr que un acontecimiento determinado sea visto alrededor de la tierra al mismo tiempo. No estoy sugiriendo que Cristo usará satélites y la televisión para difundir su segunda venida. Pero me refiero a que si los seres finitos han logrado diseñar un sistema mediante el cual un incidente sobre esta tierra puede verse simultáneamente por todos sus habitantes, ¿por qué limitaremos a un Dios infinito al decir que él no puede lograrlo de la manera que él mismo escoja? ¿Qué tamaño tiene tu Dios?

El poder de Dios y la creación

Una área en la que se observa en forma especial este problema de limitar el poder de Dios es el origen de la tierra y de la vida sobre ella. Los científicos afirman que esta tierra, junto con muchas galaxias y planetas, fue el resultado de la explosión de alguna masa de origen desconocido, y que la vida se desarrolló eventualmente cuando se produjeron las condiciones adecuadas. Pero la teoría de la evolución no es tan científicamente sólida como se hace creer a mucha gente y varios trabajos eruditos han señalado los problemas de la teoría de la evolución (ver recuadro).

Existe una diferencia filosófica básica entre un científico que apoya el evolucionismo y uno que cree en la creación. La ciencia trata acerca de los fenómenos naturales. La teoría de la evolución explica el origen del planeta Tierra y la vida sobre él, usando las leyes naturales cuyos efectos se observan en el mundo. El problema es que hay brechas significativas que no pueden salvarse con ninguna ley conocida o fenómeno observado. Por ejemplo, la antiquísima pregunta. “¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?”. Todo pollo sale de un huevo que se empolla, y cada huevo es puesto por una gallina. La aparición del primer huevo o la primera gallina, de cualquier otro modo, no es natural, ¡para decir lo mínimo! Los científicos creacionistas señalan esto y dicen que la ciencia sólo puede considerar las leyes naturales que fueron establecidas como parte de una creación sobrenatural. Esto se entiende mejor si comparamos la fabricación y el mantenimiento de un automóvil. Así como las herramientas que son totalmente satisfactorias para arreglar un vehículo son inadecuadas para su fabricación, las leyes científicas que sirven apropiadamente para comprender el funcionamiento y el mantenimiento de este mundo son inadecuadas para dar cuenta de su origen.

La primera ley de la termodinámica, que trata de la conservación de la energía, afirma que los procesos naturales no pueden crear ni destruir la energía, sino que sólo pueden convertir la energía de una forma en otra. Esto fija una limitación importante a la naturaleza. Como la materia es una forma de energía, la naturaleza no puede dar razón de la energía total del universo, incluyendo la materia; de allí la necesidad de lo sobrenatural. ¿Podría esto sobrenatural ser el Dios Creador, revelado más específicamente en Jesucristo?

Los que creen que la Biblia es la revelación de Dios no deberían sorprenderse si cualquier determinación científica de la edad de la tierra no guarda consistencia con la historia de la creación. El acto de la creación implica un acontecimiento sobrenatural que dio como resultado una tierra madura, completamente desarrollada, con sus habitantes al final de la semana de la creación. Cualquier método para datar la tierra científicamente involucra suposiciones de condiciones y procesos naturales, y no dará resultados que apoyen una base de creación sobrenatural.

Como Dios creó este mundo en forma sobrenatural, ningún método de datación científica de la tierra, aun en los días de Adán, podría dar resultados que estuvieran en armonía con la creación. La entrada del pecado cambió la perspectiva de la humanidad y ha puesto límites a la comprensión humana. Aquí es donde entra la fe. “Por la fe comprendemos que el universo fue hecho por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía... Pero sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que lo buscan” (Heb. 11:3, 6).

Se necesita precaución

Lo que hemos considerado hasta ahora nos advierte que debemos ser cuidadosos al buscar, desde nuestra perspectiva humana, poner un límite a la persona y el poder de Dios. No podemos medir ni comprender a Dios desde el punto de vista de nuestra inadecuación. Tampoco podemos apreciar completamente el papel de Dios en esta tierra y su historia, desde la perspectiva limitada de nuestra inteligencia. Podemos pensar, sondear, inquirir, analizar —en realidad Dios nos anima a hacerlo–, pero llega un punto en el que nos confronta el vasto abismo entre lo finito y lo infinito. Lo finito no puede abarcar o comprender plenamente lo infinito; lo finito sólo puede creer. Allí es donde la fe viene a nuestro rescate. Y mientras estudiamos y teorizamos, los que afirman su fe en Dios confesarán humildemente que no todas las cosas son claras todavía. “Ahora vemos por espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).

¿Qué tamaño tiene tu Dios? ¿Es suficientemente grande para darle sentido a la vida, aunque no podamos comprender todos los misterios involucrados en ella? ¿O es tan pequeño que la vida llega a ser un viaje tortuoso, vapuleada de aquí para allá, de la vacilación a la duda y de la duda a la desesperación? La elección es tuya.

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E. Theodore Agard (Ph. D., University of Toronto) sirvió por muchos años como físico de radiaciones y oficial de seguridad de radiaciones en el Kettering Medical Center, Dayton, Ohio. Continúa investigando, escribiendo y dando conferencias. Su dirección: P.O. Box 678425; Orlando, Florida, 32867-8425; E.U.A. E-mail: etagard@mciworld.com


Fuente: Dialogo Adventista, Vol. 12, Numero 2, 2000

28 may 2011

Oh, cuanto amo su Ley!

Por: A. Rahel Schafer

M
uchos cristianos actuales piensan en la ley solo en términos de juicio y el castigo que resulta de la desobediencia. Desafortunadamente, nos hemos olvidado de amar la ley.

El Salmo 119, el más extenso de la Biblia, no trata del amor de Dios o de su santidad, sino que se deleita en la ley de Dios. Este júbilo refleja el resultado de meditar en la introducción a los Diez Mandamientos: «Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Éxo. 20:2).

Aunque suele ser pasado por alto, este versículo introductorio establece el tono del conjunto más conocido de leyes divinas. La ley no busca que obedezcamos a un estricto tirano o calmemos a una deidad caprichosa. Por el contrario, Dios mismo nos da la razón principal para guardar su ley: la gratitud personal por la redención. El libro de Deuteronomio expande y expone los Diez Mandamientos en forma de sermón.

La palabra «deuteronomio» significa «segunda ley», pero en hebreo, se lo llama «instrucción » (o Torá). Cada siete años, los hijos de Israel leían todo el libro juntos (Deut. 31:10-13). Lo que es más importante, Deuteronomio 17:14-20 manda que cada rey, como representante y ejemplo del pueblo, escribiera para sí una copia entera de la ley al comienzo de su reinado. Este pasaje muestra que la ley de Dios es importante por cuatro grandes razones.

1. La obediencia es una respuesta de gratitud por la liberación: «Cuando hayas entrado en la tierra que Jehová, tu Dios, te da […], ciertamente pondrás como rey sobre ti al que Jehová, tu Dios, escoja […]. Cuando [el rey] se siente sobre el trono de su reino, entonces escribirá para sí en un libro una copia de esta Ley» (Deut. 17:14-18).La provisión divina es el fundamento de la obediencia; la tierra y el mismo reino solo son producto de la obra de Dios.

La ley representa un pacto entre Dios y su pueblo. En efecto, todo el libro de Deuteronomio posee la estructura de muchos tratados políticos de la época: comienza recordando todos los favores que el Suzerano (Dios) ha otorgado a los vasallos (Israel) al librarlos (de Egipto), y entonces especifica las estipulaciones del pacto como una respuesta de gratitud. También en el Nuevo Testamento, Jesús recuerda a sus discípulos que la obediencia a la ley de Dios está vinculada estrechamente con el amor a él. Por eso nos dice: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).

2. Al meditar en su Palabra, Dios nos capacita para obedecer: «Lo tendrá consigo [el libro de la ley que escribió], y lo leerá todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová, su Dios, guardando todas las palabras de esta Ley» (Deut. 17:19). La meditación en las instrucciones de Dios precede a la obediencia. Mediante el tiempo que el rey pasa con su Palabra, Dios lo capacita para que guarde la ley.

Desde el comienzo, el pueblo de Dios ha estado formado por los que guardan sus mandamientos mientras cultivan una relación con él. Dios mismo promete circuncidar sus corazones, para que sean capaces de seguir sus estatutos (Deut. 30:6). Por ello, los Diez Mandamientos pueden ser leídos como diez promesas (por ejemplo: «[Prometo que] no tendrás dioses ajenos delante de mí»). Jesús reitera este principio en el Nuevo Testamento al decir que él es la vid y sus seguidores los pámpanos, que llevan fruto solo si habitan en él, y que él moldea a su imagen (Juan 15:1-8).

3. La ley brinda protección: «Así no se elevará su corazón sobre sus hermanos, ni se apartará de estos mandamientos a la derecha ni a la izquierda» (Deut. 17:20). La ley también revela cuán pecaminoso es el pecado. Sin la ley, no podríamos saber si nos hemos desviado del camino recto y estrecho que está en conformidad con la imagen de Dios.

Y sin embargo, a diferencia de las exigencias de otras deidades, la ley de Dios no es confusa o arbitraria (Deut. 30:11-16), sino que ha sido escrita para beneficiar a otros, por lo que protege la vida y la dignidad, las relaciones y la propiedad. Por ello, la ley no es tanto una barrera que nos impide disfrutar del mundo y sus placeres, sino una valla que nos protege del mundo y sus peligros. En efecto, la ley de Dios es eterna e inmutable.

Los Diez Mandamientos eran conocidos antes del Sinaí (por ej., en Gén. 2:2, 3; 4:8-12; 26:7; 39:7-9). Aunque Pablo se regocija de estar libre en Cristo de la esclavitud de la ley, equipara su libertad en Cristo con la servidumbre a Dios (Rom. 6:15-22). La esclavitud de la que habla Pablo es la esclavitud del pecado, que nos impide guardar la ley, pero que es quebrantada al aceptar la obediencia perfecta de Cristo en nuestro favor (Rom. 8:3, 4). En el Apocalipsis, Juan reitera que los que siguen a Dios al fin del tiempo guardan sus mandamientos (Apoc. 14:12).

4. La reputación de Dios está en juego: «A fin de que él y sus hijos prolonguen los días de su reino en medio de Israel» (Deut. 17:20). En último término, guardar la ley implica exonerar el nombre y el carácter de Dios que han sido arrastrados por el fango de los pecados de su pueblo. Las naciones circundantes valoraban sus deidades según percibieran que esos dioses eran capaces de proteger y bendecirlos a ellos y a sus tierras.

Por ello Dios –por causa de su nombre que los hijos de Israel habían profanado ante el mundo– les promete dar un nuevo corazón y hacer que anden en sus caminos (Eze. 36:22). De la misma manera, nuestra visión de la ley de Dios debería abarcar la significación cósmica de nuestra obediencia. Cuando obedecemos la ley de Dios, que es un reflejo de su carácter, somos testigos ante el universo de que nuestro Dios es fiel, justo y verdadero (Mat. 5:16; Rom. 7:12; Heb. 8:8-10; 1 Juan 5:2, 3).

Los cristianos no deberían enfocarse en las dificultades de obedecer la ley de Dios, sino buscar con ansias toda manera posible de mostrar nuestra gratitud al Salvador. No tenemos esperanza de guardar la ley por nosotros mismos, pero hemos sido redimidos por la sangre del Cordero, y estamos siendo transformados a imagen de Dios por el Espíritu Santo. La ley nos protege de la esclavitud del pecado, y nos da incluso muchas oportunidades de testificar y dar honor al nombre de Dios. En lugar de ver la ley como una exigencia agobiante para la salvación, podemos compartir con gozo cómo Dios nos libró del pecado, y el privilegio que tenemos de servirlo. «¡Cuánto amo yo tu ley! ¡Todo el día es ella mi meditación!» (Sal. 119:97).
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A. Rahel Schafer cursa estudios bíblicos y teológicos a nivel doctoral en el Colegio Superior Wheaton, Illinois, Estados Unidos. Con su esposo disfrutan de caminar y escalar montañas, y son líderes de jóvenes en la iglesia.

1 abr 2011

No más asientos vacíos

Por: Robert Costa

Aunque no todos lo reconocen, la resurrección de Jesús cambió nuestro destino.

¿Ha entrado la muerte como intrusa en tu hogar, ignorando las cerraduras de tus puertas y ventanas, arrebatando a un ser querido y dejando un asiento vacío? Déjame hablarte acerca del día cuando nunca más habrá un asiento vacío. Toma tu Biblia y mantente en sintonía.

Todo el cielo estaba mirando. Los habitantes de otros mundos estaban observando. No se necesitaban telescopios. Con una visión perfecta miraban a través de la inmensidad del espacio, a través de los pasillos saturados de estrellas, más allá de las innumerables galaxias. Fijaban sus ojos en un pequeño y aparentemente insignificante planeta.

El foco de su atención era una tumba en un jardín. En esa tumba, labrada en la roca, que atraía sus corazones, yacía el Hijo de Dios. Aquel en quien estaba la vida original, no derivada, descansaba en la tumba. No sin causa había un extraño e indescriptible vacío en el universo de Dios.

Ya había pasado una noche solitaria, como suelen ser las noches, y los primeros rayos del sol comenzaban a brillar sobre uno de los más extraños días en toda la historia, porque Jerusalén era el epicentro de la acción ese fin de semana.

Parecía que en cada mente y en cada labio estaban los extraños acontecimientos del día anterior. Pequeños grupos de personas los repetían unos a otros, vez tras vez, preguntándose qué significaba. Los enemigos de Jesús de Nazaret finalmente habían logrado crucificarlo. Pero no había sido una ejecución común. Toda la naturaleza había protestado su muerte. El sol se había negado a brillar, dejando al Gólgota en una terrible oscuridad que golpeó el corazón de cada participante que observaba la cruz. Las burlas y las maldiciones habían sido silenciadas por un terror indecible.

Pero la penumbra se había levantado de allí y había descendido sobre la ciudad. Una luz había circundado la cruz. Y mientras Jesús hablaba sus últimas palabras, su rostro brilló con una gloria como la del sol.

Entonces volvió la oscuridad. Y el terremoto en el momento de su muerte fue lo peor de todo. Hubo un retumbar violento. La gente fue sacudida como manojos. Reinaba una gran confusión. Las rocas de las montañas vecinas se partieron, rodando hacia las planicies. La creación parecía sacudirse hasta sus átomos. Pero eso no fue todo. Algunas tumbas fueron abiertas por el terremoto, arrojando fuera los cuerpos. Y allí yacían sin ser sepultados porque nadie los sepultaría en sábado.

¿Y qué decir de lo que había sucedido en el templo en el mismo momento cuando Jesús murió? Eso fue lo más espeluznante de todo. El gran velo, los gigantescos cortinajes que ocultaban el Lugar Santísimo de la vista del pueblo, había sido rasgado de arriba a abajo por una mano invisible. Y ahora estaba vacío. Nada allí excepto el cofre dorado con los querubines labrados en su cubierta. La presencia de Dios había desaparecido. No había ya una nube de gloria. Pero ¿acaso no había dicho Jesús, “vuestra casa os es dejada desierta”? (S. Mateo 23:29).

Había sido un día terrible; un día sin igual en la historia. En toda Jerusalén difícilmente había un corazón que no hubiese sido golpeado por la culpa. Muchos, mientras la tierra temblaba y la rocas caían, huyeron del Gólgota, golpeando sus pechos, tambaleando y cayendose. Los que se habían burlado de Jesús mientras moría, ahora estaban invadidos de un espantoso terror de que la misma tierra se abriese para tragarlos.

En la multitud había muchos que se habían unido al alocado clamor de “¡crucifícale!” (ver S. Lucas 23:21). Y ahora se preguntaban por qué. Jesús no había hecho nada malo. ¿Qué mal podría haber en un toque sanador o en una palabra de perdón? Imagínalo si puedes, regresar del lugar de la crucifixión y encontrar a un ser querido enfermo quien está llamando a Jesús por sanidad. Piensa en la agonía de tener que decirle: “¡Lo crucificamos hoy, hijo, hoy lo hicimos!”

Caifás había pasado una noche agitada. La dulce satisfacción de la venganza que él esperaba con la ejecución de Jesús no se había materializado. Los enemigos de Jesús lo odiaban igual que antes, pero no sintieron satisfacción en su muerte. Temían al Cristo muerto más que al Cristo vivo. No se sentían conformes con los resultados de su labor.

Otros, con sus mentes abiertas por lo que habían visto, no habían podido dormir. Habían pasado la noche con sus lámparas y sus rollos estudiando las profecías, decididos a no descansar hasta haber descubierto si Jesús podría ser después de todo el verdadero Mesías. Y ahora ellos demandaban respuestas de los líderes religiosos. Y esos líderes, tratando de inventar respuestas mentirosas, se parecían a hombres dementes.

Finalmente la hora más oscura de la noche había llegado. Pronto los primeros rayos del sol naciente desplazarían la oscuridad. Todo el cielo esperaba con aliento suspendido. Repentinamente el momento llegó. El Padre habló y el ángel más poderoso del cielo se apresuró hacia la tierra. Con su rostro iluminado y sus vestimentas blancas como la nieve, partió las tinieblas en su trayectoria. Tan pronto como sus pies tocaron el suelo, este tembló bajo sus pies.

Ya no importaba lo que Satanás había ordenado. La hueste maligna retrocedió, y Satanás con ellos. Huyeron ante la aproximación de un solo ángel, el ángel que había ocupado el lugar del caído Lucifer.

El poderoso ángel Gabriel se aproximó a la tumba, rodó la gran piedra como si fuese un guijarro, y se sentó sobre ella. Todo el cielo se iluminó con la gloria de los ángeles. Los guardias romanos cayeron al suelo indefenso. ¿Dónde estaba ahora el poder de Roma?

Aquellos endurecidos soldados, temblando de temor, vieron el rostro del poderoso ángel, y lo oyeron clamar, “¡Hijo de Dios, levántate! ¡Tu Padre te llama!” Y entonces vieron al Hijo de Dios salir de la tumba y lo oyeron proclamar sobre ella: “¡Yo soy la resurrección y la vida!”

Todo el universo irrumpió de gozo. Jesús estaba vivo. Débiles mortales habían tomado consejo, conspirado y planificado. Ellos tuvieron su día. Pero montañas sobre montañas nunca podrían haber retenido a aquel prisionero en su tumba.

¿Notas, amigo y amiga, cómo el ángel se dirigió a Jesús? “Hijo de Dios, sal fuera. Tu Padre te llama”. Jesús era totalmente divino y totalmente humano. El era el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. El Jesús humano murió. Pero la divinidad no murió. El ángel llamó a la divinidad de Jesús, y el Jesús divino resucitó al Jesús humano. Jesús salió de la tumba por la vida que estaba en él.

¿Suena esto extraño? Piensa otra vez en alguna de las cosas que Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida” (S. Juan 11:25).

Y recuerda lo que dijo de su vida en San Juan 10:18: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”. Este Jesús tenía poder para deponer su vida por su propia voluntad. Eso lo podemos entender. Pero también tenía el poder para volverla a tomar. Eso es lo que él dice. Solamente la divinidad puede proclamar sobre una tumba vacía: “Yo soy la resurrección y la vida”.

Solamente la divinidad puede decir lo que se registra en San Juan 6:54: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero”.

Y solamente la divinidad puede decir lo que dice San Juan 14:19: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis”.

Jesús en su divinidad tenía poder para romper las cadenas de la muerte; y su resurrección no solamente era la prueba de su divinidad, sino que también era una demostración de su promesa de resucitar a nuestros seres amados.

¿Recuerdas aquellos cuerpos que fueron arrojados de sus tumbas en el momento que Jesús murió? No fueron arrojados sin propósito. En el momento de su resurrección, Jesús los llamó a la vida.

Mientras los discípulos lamentaban su desilusión en el aposento, ¿qué acerca de los enemigos de Jesús? Cuando los sacerdotes oyeron el informe de los soldados romanos, temblaron de temor. Sus rostros desfallecieron. A Caifás le fue imposible hablar. Pilato tembló cuando oyó las nuevas, y en terror se encerró por algún tiempo. La paz lo dejó para siempre y vivió como un miserable hasta el día de su muerte.

Los sacerdotes y dirigentes estaban con temor continuo. Temían que al caminar por las calles, o aún en sus mismas casas, pudieran encontrarse cara a cara con el Jesús resucitado. Y barras y cerraduras no ofrecían protección contra el Hijo de Dios.

Pero en el cielo las alabanzas de gozo rebosaban en un gran clímax que hacía eco de mundo en mundo: ¡Jesús estaba vivo!

¿Y qué de Jesús? Había dos personas que lo necesitaban específicamente. Una era María, la que había sido perdonada tantas veces. María, la que había sido levantada a una nueva vida. María, la que con gran sacrificio personal había comprado un costoso perfume de alabastro y había volcado todo su contenido sobre la cabeza y los pies de Aquel a quien ella debía tanto. María, la que aún ahora estaba rondando la tumba, llorando desconsoladamente. Él debía primero sanar las heridas de María.

Y Pedro también necesitaba a Jesús, casi tanto como María. Pedro quien lo había negado, Pedro quien necesitaba saber que él era todavía parte del círculo íntimo, que aún era amado, y que aún se podría confiar en él. Jesús se encargó de esto.

¡Qué Salvador! ¡Y qué día! Antes que el día terminara, Jesús se tomó tiempo para caminar con dos de sus seguidores en camino a Emaús para darles un estudio bíblico personal. Y finalmente para completar el día, Jesús mismo fue al aposento alto donde sus más allegados estaban escondidos y les trajo nuevamente la paz, una nueva esperanza, nueva vida a corazones destrozados con la duda y la desilusión.

Nunca había habido un día tal. Y nunca lo habrá otra vez hasta que Jesús irrumpa por el cielo iluminado con una gloria que este pequeño planeta nunca ha imaginado. ¿Recuerdas cómo la tierra tembló ante la aproximación de solo un poderoso ángel que vino para llamar al Hijo de Dios a la vida? Entonces piensa, si puedes, cómo este planeta rebelde temblará ante la llegada de cada ángel del cielo, decenas de miles y millones de millones.

Las palabras nunca podrán describir la gloria del gran día de la resurrección cuando Jesús llame a la vida no a unos pocos, sino a cada uno de sus hijos que ahora duermen en el polvo. Las palabras nunca podrán describir la emoción de esa gran reunión. Y entonces, si estamos listos, nuestro Señor nos tomará en esa nube de ángeles con los resucitados, con Juan, María, Pedro, Pablo, y nos llevará al hogar. Y entonces, sí, finalmente habremos llegado al hogar.

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El autor es director del mundialmente conocido programa de radio y televisión Está escrito.

Fuente: Revista El Centinela, Abril 2011