1 abr 2011

No más asientos vacíos

Por: Robert Costa

Aunque no todos lo reconocen, la resurrección de Jesús cambió nuestro destino.

¿Ha entrado la muerte como intrusa en tu hogar, ignorando las cerraduras de tus puertas y ventanas, arrebatando a un ser querido y dejando un asiento vacío? Déjame hablarte acerca del día cuando nunca más habrá un asiento vacío. Toma tu Biblia y mantente en sintonía.

Todo el cielo estaba mirando. Los habitantes de otros mundos estaban observando. No se necesitaban telescopios. Con una visión perfecta miraban a través de la inmensidad del espacio, a través de los pasillos saturados de estrellas, más allá de las innumerables galaxias. Fijaban sus ojos en un pequeño y aparentemente insignificante planeta.

El foco de su atención era una tumba en un jardín. En esa tumba, labrada en la roca, que atraía sus corazones, yacía el Hijo de Dios. Aquel en quien estaba la vida original, no derivada, descansaba en la tumba. No sin causa había un extraño e indescriptible vacío en el universo de Dios.

Ya había pasado una noche solitaria, como suelen ser las noches, y los primeros rayos del sol comenzaban a brillar sobre uno de los más extraños días en toda la historia, porque Jerusalén era el epicentro de la acción ese fin de semana.

Parecía que en cada mente y en cada labio estaban los extraños acontecimientos del día anterior. Pequeños grupos de personas los repetían unos a otros, vez tras vez, preguntándose qué significaba. Los enemigos de Jesús de Nazaret finalmente habían logrado crucificarlo. Pero no había sido una ejecución común. Toda la naturaleza había protestado su muerte. El sol se había negado a brillar, dejando al Gólgota en una terrible oscuridad que golpeó el corazón de cada participante que observaba la cruz. Las burlas y las maldiciones habían sido silenciadas por un terror indecible.

Pero la penumbra se había levantado de allí y había descendido sobre la ciudad. Una luz había circundado la cruz. Y mientras Jesús hablaba sus últimas palabras, su rostro brilló con una gloria como la del sol.

Entonces volvió la oscuridad. Y el terremoto en el momento de su muerte fue lo peor de todo. Hubo un retumbar violento. La gente fue sacudida como manojos. Reinaba una gran confusión. Las rocas de las montañas vecinas se partieron, rodando hacia las planicies. La creación parecía sacudirse hasta sus átomos. Pero eso no fue todo. Algunas tumbas fueron abiertas por el terremoto, arrojando fuera los cuerpos. Y allí yacían sin ser sepultados porque nadie los sepultaría en sábado.

¿Y qué decir de lo que había sucedido en el templo en el mismo momento cuando Jesús murió? Eso fue lo más espeluznante de todo. El gran velo, los gigantescos cortinajes que ocultaban el Lugar Santísimo de la vista del pueblo, había sido rasgado de arriba a abajo por una mano invisible. Y ahora estaba vacío. Nada allí excepto el cofre dorado con los querubines labrados en su cubierta. La presencia de Dios había desaparecido. No había ya una nube de gloria. Pero ¿acaso no había dicho Jesús, “vuestra casa os es dejada desierta”? (S. Mateo 23:29).

Había sido un día terrible; un día sin igual en la historia. En toda Jerusalén difícilmente había un corazón que no hubiese sido golpeado por la culpa. Muchos, mientras la tierra temblaba y la rocas caían, huyeron del Gólgota, golpeando sus pechos, tambaleando y cayendose. Los que se habían burlado de Jesús mientras moría, ahora estaban invadidos de un espantoso terror de que la misma tierra se abriese para tragarlos.

En la multitud había muchos que se habían unido al alocado clamor de “¡crucifícale!” (ver S. Lucas 23:21). Y ahora se preguntaban por qué. Jesús no había hecho nada malo. ¿Qué mal podría haber en un toque sanador o en una palabra de perdón? Imagínalo si puedes, regresar del lugar de la crucifixión y encontrar a un ser querido enfermo quien está llamando a Jesús por sanidad. Piensa en la agonía de tener que decirle: “¡Lo crucificamos hoy, hijo, hoy lo hicimos!”

Caifás había pasado una noche agitada. La dulce satisfacción de la venganza que él esperaba con la ejecución de Jesús no se había materializado. Los enemigos de Jesús lo odiaban igual que antes, pero no sintieron satisfacción en su muerte. Temían al Cristo muerto más que al Cristo vivo. No se sentían conformes con los resultados de su labor.

Otros, con sus mentes abiertas por lo que habían visto, no habían podido dormir. Habían pasado la noche con sus lámparas y sus rollos estudiando las profecías, decididos a no descansar hasta haber descubierto si Jesús podría ser después de todo el verdadero Mesías. Y ahora ellos demandaban respuestas de los líderes religiosos. Y esos líderes, tratando de inventar respuestas mentirosas, se parecían a hombres dementes.

Finalmente la hora más oscura de la noche había llegado. Pronto los primeros rayos del sol naciente desplazarían la oscuridad. Todo el cielo esperaba con aliento suspendido. Repentinamente el momento llegó. El Padre habló y el ángel más poderoso del cielo se apresuró hacia la tierra. Con su rostro iluminado y sus vestimentas blancas como la nieve, partió las tinieblas en su trayectoria. Tan pronto como sus pies tocaron el suelo, este tembló bajo sus pies.

Ya no importaba lo que Satanás había ordenado. La hueste maligna retrocedió, y Satanás con ellos. Huyeron ante la aproximación de un solo ángel, el ángel que había ocupado el lugar del caído Lucifer.

El poderoso ángel Gabriel se aproximó a la tumba, rodó la gran piedra como si fuese un guijarro, y se sentó sobre ella. Todo el cielo se iluminó con la gloria de los ángeles. Los guardias romanos cayeron al suelo indefenso. ¿Dónde estaba ahora el poder de Roma?

Aquellos endurecidos soldados, temblando de temor, vieron el rostro del poderoso ángel, y lo oyeron clamar, “¡Hijo de Dios, levántate! ¡Tu Padre te llama!” Y entonces vieron al Hijo de Dios salir de la tumba y lo oyeron proclamar sobre ella: “¡Yo soy la resurrección y la vida!”

Todo el universo irrumpió de gozo. Jesús estaba vivo. Débiles mortales habían tomado consejo, conspirado y planificado. Ellos tuvieron su día. Pero montañas sobre montañas nunca podrían haber retenido a aquel prisionero en su tumba.

¿Notas, amigo y amiga, cómo el ángel se dirigió a Jesús? “Hijo de Dios, sal fuera. Tu Padre te llama”. Jesús era totalmente divino y totalmente humano. El era el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. El Jesús humano murió. Pero la divinidad no murió. El ángel llamó a la divinidad de Jesús, y el Jesús divino resucitó al Jesús humano. Jesús salió de la tumba por la vida que estaba en él.

¿Suena esto extraño? Piensa otra vez en alguna de las cosas que Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida” (S. Juan 11:25).

Y recuerda lo que dijo de su vida en San Juan 10:18: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”. Este Jesús tenía poder para deponer su vida por su propia voluntad. Eso lo podemos entender. Pero también tenía el poder para volverla a tomar. Eso es lo que él dice. Solamente la divinidad puede proclamar sobre una tumba vacía: “Yo soy la resurrección y la vida”.

Solamente la divinidad puede decir lo que se registra en San Juan 6:54: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero”.

Y solamente la divinidad puede decir lo que dice San Juan 14:19: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis”.

Jesús en su divinidad tenía poder para romper las cadenas de la muerte; y su resurrección no solamente era la prueba de su divinidad, sino que también era una demostración de su promesa de resucitar a nuestros seres amados.

¿Recuerdas aquellos cuerpos que fueron arrojados de sus tumbas en el momento que Jesús murió? No fueron arrojados sin propósito. En el momento de su resurrección, Jesús los llamó a la vida.

Mientras los discípulos lamentaban su desilusión en el aposento, ¿qué acerca de los enemigos de Jesús? Cuando los sacerdotes oyeron el informe de los soldados romanos, temblaron de temor. Sus rostros desfallecieron. A Caifás le fue imposible hablar. Pilato tembló cuando oyó las nuevas, y en terror se encerró por algún tiempo. La paz lo dejó para siempre y vivió como un miserable hasta el día de su muerte.

Los sacerdotes y dirigentes estaban con temor continuo. Temían que al caminar por las calles, o aún en sus mismas casas, pudieran encontrarse cara a cara con el Jesús resucitado. Y barras y cerraduras no ofrecían protección contra el Hijo de Dios.

Pero en el cielo las alabanzas de gozo rebosaban en un gran clímax que hacía eco de mundo en mundo: ¡Jesús estaba vivo!

¿Y qué de Jesús? Había dos personas que lo necesitaban específicamente. Una era María, la que había sido perdonada tantas veces. María, la que había sido levantada a una nueva vida. María, la que con gran sacrificio personal había comprado un costoso perfume de alabastro y había volcado todo su contenido sobre la cabeza y los pies de Aquel a quien ella debía tanto. María, la que aún ahora estaba rondando la tumba, llorando desconsoladamente. Él debía primero sanar las heridas de María.

Y Pedro también necesitaba a Jesús, casi tanto como María. Pedro quien lo había negado, Pedro quien necesitaba saber que él era todavía parte del círculo íntimo, que aún era amado, y que aún se podría confiar en él. Jesús se encargó de esto.

¡Qué Salvador! ¡Y qué día! Antes que el día terminara, Jesús se tomó tiempo para caminar con dos de sus seguidores en camino a Emaús para darles un estudio bíblico personal. Y finalmente para completar el día, Jesús mismo fue al aposento alto donde sus más allegados estaban escondidos y les trajo nuevamente la paz, una nueva esperanza, nueva vida a corazones destrozados con la duda y la desilusión.

Nunca había habido un día tal. Y nunca lo habrá otra vez hasta que Jesús irrumpa por el cielo iluminado con una gloria que este pequeño planeta nunca ha imaginado. ¿Recuerdas cómo la tierra tembló ante la aproximación de solo un poderoso ángel que vino para llamar al Hijo de Dios a la vida? Entonces piensa, si puedes, cómo este planeta rebelde temblará ante la llegada de cada ángel del cielo, decenas de miles y millones de millones.

Las palabras nunca podrán describir la gloria del gran día de la resurrección cuando Jesús llame a la vida no a unos pocos, sino a cada uno de sus hijos que ahora duermen en el polvo. Las palabras nunca podrán describir la emoción de esa gran reunión. Y entonces, si estamos listos, nuestro Señor nos tomará en esa nube de ángeles con los resucitados, con Juan, María, Pedro, Pablo, y nos llevará al hogar. Y entonces, sí, finalmente habremos llegado al hogar.

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El autor es director del mundialmente conocido programa de radio y televisión Está escrito.

Fuente: Revista El Centinela, Abril 2011